CARTA A LAS FAMILIAS
De S.S. Juan Pablo II
1994 - Año de la Familia
Amadísimas
familias:
1. La celebración del
Año de la familia me ofrece la grata oportunidad de llamar a la
puerta de vuestros hogares, deseoso de saludaros con gran afecto
y de acercarme a vosotros. Y lo hago mediante esta carta,
citando unas palabras de la encíclica Redemptor hominis, que
publiqué al comienzo de mi ministerio petrino: El «hombre es el
camino de la Iglesia»1.
Con estas palabras
deseaba referirme sobre todo a las múltiples sendas por las que
el hombre camina y, al mismo tiempo, quería subrayar cuán vivo y
profundo es el deseo de la Iglesia de acompañarle en recorrer
los caminos de su existencia terrena. La Iglesia toma parte en
los gozos y esperanzas, tristezas y angustias2 del camino
cotidiano de los hombres, profundamente persuadida de que ha
sido Cristo mismo quien la conduce por estos senderos: es él
quien ha confiado el hombre a la Iglesia; lo ha confiado como
«camino» de su misión y de su ministerio.
La familia -
camino de la Iglesia
2. Entre los
numerosos caminos, la familia es el primero y el más
importante. Es un camino común, aunque particular, único e
irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual
no puede alejarse el ser humano. En efecto, él viene al mundo en
el seno de una familia, por lo cual puede decirse que debe a
ella el hecho mismo de existir como hombre. Cuando falta la
familia, se crea en la persona que viene al mundo una carencia
preocupante y dolorosa que pesará posteriormente durante toda la
vida. La Iglesia, con afectuosa solicitud, está junto a quienes
viven semejantes situaciones, porque conoce bien el papel
fundamental que la familia está llamada a desempeñar. Sabe,
además, que normalmente el hombre sale de la familia para
realizar, a su vez, la propia vocación de vida en un nuevo
núcleo familiar. Incluso cuando decide permanecer solo, la
familia continúa siendo, por así decirlo, su horizonte
existencial como comunidad fundamental sobre la que se apoya
toda la gama de sus relaciones sociales, desde las más
inmediatas y cercanas hasta las más lejanas. ?No hablamos acaso
de «familia humana» al referirnos al conjunto de los hombres que
viven en el mundo?
La familia tiene su
origen en el mismo amor con que el Creador abraza al mundo
creado, como está expresado «al principio», en el libro del
Génesis (1, 1). Jesús ofrece una prueba suprema de ello en el
evangelio: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn
3, 16). El Hijo unigénito, consustancial al Padre,«Dios
de Dios, Luz de Luz», entró en la historia de los hombres a
través de una familia: «El Hijo de Dios, con su encarnación,
se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos
de hombre, ...amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen
María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante
a nosotros excepto en el pecado»3. Por tanto, si Cristo
«manifiesta plenamente el hombre al propio hombre»4, lo hace
empezando por la familia en la que eligió nacer y crecer. Se
sabe que el Redentor pasó gran parte de su vida oculta en
Nazaret: «sujeto» (Lc 2, 51) como «Hijo del hombre» a
María, su Madre, y a José, el carpintero. Esta «obediencia»
filial, ?no es ya la primera expresión de aquella obediencia
suya al Padre «hasta la muerte» (Flp 2, 8), mediante la
cual redimió al mundo?
El
misterio divino de la encarnación del Verbo está, pues, en
estrecha relación con la familia humana.
No
sólo con una, la de Nazaret, sino, de alguna manera, con cada
familia, análogamente a cuanto el concilio Vaticano II afirma
del Hijo de Dios, que en la Encarnación «se ha unido, en cierto
modo, con todo hombre»5. Siguiendo a Cristo, «que vino» al mundo
«para servir» (Mt 20, 28), la Iglesia considera el
servicio a la familia una de sus tareas esenciales. En este
sentido, tanto el hombre como la familia constituyen «el camino
de la Iglesia».
El Año de la
familia
3. Precisamente por
estos motivos la Iglesia acoge con gozo la iniciativa,
promovida por la Organización de las Naciones Unidas,de
proclamar el 1994 Año internacional de la familia. Tal
iniciativa pone de manifiesto que la cuestión familiar es
fundamental para los Estados miembros de la ONU. Si la Iglesia
toma parte en esta iniciativa es porque ha sido enviada por
Cristo a «todas las gentes» (Mt 28, 19). Por otra parte,
no es la primera vez que la Iglesia hace suya una iniciativa
internacional de la ONU. Baste recordar, por ejemplo, el Año
internacional de la juventud, en 1985. También de este modo, la
Iglesia se hace presente en el mundo haciendo realidad la
intención tan querida al Papa Juan XXIII, inspiradora de la
constitución conciliar Gaudium et spes.
En la
fiesta de la Sagrada Familia de 1993 se inauguró en toda la
comunidad eclesial el «Año de la familia»,
como
una de las etapas significativas en el itinerario de preparación
para el gran jubileo del año 2000, que señalará el fin del
segundo y el inicio del tercer milenio del nacimiento de
Jesucristo. Este Año debe orientar nuestros pensamientos y
nuestros corazones hacia Nazaret, donde el 26 de diciembre
pasado ha sido inaugurado con una solemne celebración
eucarística, presidida por el legado pontificio.
A lo largo de este
año será importante descubrir lostestimonios del amor y
solicitud de la Iglesia por la familia: amor y solicitud
expresados ya desde los inicios del cristianismo, cuando la
familia era considerada significativamente como «iglesia
doméstica». En nuestros días recordamos frecuentemente la
expresión «iglesia doméstica», que el Concilio ha hecho suya6 y
cuyo contenido deseamos que permanezca siempre vivo y actual.
Este deseo no disminuye al ser conscientes de las nuevas
condiciones de vida de las familias en el mundo de hoy.
Precisamente por esto es mucho más significativo el título que
el Concilio eligió, en la constitución pastoral Gaudium et
spes, para indicar los cometidos de la Iglesia en la
situación actual: «Fomentar la dignidad del matrimonio y de
la familia»7. Después del Concilio, otro punto importante de
referencia es la exhortación apostólica Familiaris consortio,
de 1981. En este documento se afronta una vasta y compleja
experiencia sobre la familia, la cual, entre pueblos y países
diversos, es siempre y en todas partes «el camino de la
Iglesia». En cierto sentido, aún lo es más allí donde la familia
atraviesa crisis internas, o está sometida a influencias
culturales, sociales y económicas perjudiciales, que debilitan
su solidez interior, si es que no obstaculizan su misma
formación.
Oración
4. Con la presente
carta me dirijo no a la familia «en abstracto», sino a cada
familia de cualquier región de la tierra, dondequiera que se
halle geográficamente y sea cual sea la diversidad y complejidad
de su cultura y de su historia. El amor con que «tanto amó Dios
al mundo» (Jn 3, 16), el amor con que Cristo «amó hasta
el extremo» a todos y cada uno (Jn 13, 1), hace posible
dirigir este mensaje a cada familia, «célula» vital de la grande
y universal «familia» humana. El Padre, creador del universo, y
el Verbo encarnado, redentor de la humanidad, son la fuente de
esta apertura universal a los hombres como hermanos y hermanas,
e impulsan a abrazar a todos con la oración que comienza
con las hermosas palabras: «Padre nuestro».
La oración hace que
el Hijo de Dios habite en medio de nosotros: «Donde están dos o
tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt
18, 20). Esta carta a las familias quiere ser ante
todo una súplica a Cristo para que permanezca en cada familia
humana; una invitación, a través de la pequeña familia de padres
e hijos, para que él esté presente en la gran familia de las
naciones, a fin de que todos, junto con él, podamos decir de
verdad: «¡Padre nuestro!». Es necesario que la oración sea el
elemento predominante del Año de la familia en la Iglesia:
oración de la familia, por la familia y con la familia.
Es significativo que,
precisamente en la oración y mediante la oración, el hombre
descubra de manera sencilla y profunda su propia subjetividad
típica: en la oración el «yo» humano percibe más fácilmente
la profundidad de su ser como persona. Esto es válido también
para la familia, que no es solamente la «célula» fundamental
de la sociedad, sino que tiene también su propia subjetividad,
la cual encuentra precisamente su primera y fundamental
confirmación y se consolida cuando sus miembros invocan juntos:
«Padre nuestro». La oración refuerza la solidez y la cohesión
espiritual de la familia, ayudando a que ella participe de la
«fuerza» de Dios. En la solemne «bendición nupcial», durante el
rito del matrimonio, el celebrante implora al Señor: «Infunde
sobre ellos (los novios) la gracia del Espíritu Santo, a fin de
que, en virtud de tu amor derramado en sus corazones,
permanezcan fieles a la alianza conyugal»8. Es de esta «efusión
del Espíritu Santo» de donde brota el vigor interior de las
familias, así como la fuerza capaz de unirlas en el amor y en la
verdad.
Amor y
solicitud por todas las familias
5. ¡Ojalá que el Año
de la familia llegue a ser una oración colectiva e incesante de
cada «iglesia doméstica» y de todo el pueblo de Dios! Que esta
oración llegue también a las familias en dificultad o en
peligro, las desesperanzadas o divididas, y las que se
encuentran en situaciones que la Familiaris consortio
califica como «irregulares»9. ¡Que todas puedan sentirse
abrazadas por el amor y la solicitud de los hermanos y hermanas!
Que la oración, en el
Año de la familia, constituya ante todo un testimonio alentador
por parte de las familias que, en la comunión doméstica,
realizan su vocación de vida humana y cristiana. ¡Son tantas en
cada nación, diócesis y parroquia! Se puede pensar
razonablemente que esas familias constituyen «la norma», aun
teniendo en cuenta las no pocas «situaciones irregulares». Y la
experiencia demuestra cuán importante es el papel de una familia
coherente con las normas morales, para que el hombre, que nace y
se forma en ella, emprenda sin incertidumbres el camino del
bien, inscrito siempre en su corazón. En nuestros días,
ciertos programas sostenidos por medios muy potentes parecen
orientarse por desgracia a la disgregación de las familias. A
veces parece incluso que, con todos los medios, se intenta
presentar como «regulares» y atractivas —con apariencias
exteriores seductoras— situaciones que en realidad son
«irregulares».
En efecto, tales
situaciones contradicen la «verdad y el amor» que deben inspirar
la recíproca relación entre hombre y mujer y, por tanto, son
causa de tensiones y divisiones en las familias, con graves
consecuencias, especialmente sobre los hijos. Se oscurece la
conciencia moral, se deforma lo que es verdadero, bueno y bello,
y la libertad es suplantada por una verdadera y propia
esclavitud. Ante todo esto, ¡qué actuales y alentadoras resultan
las palabras del apóstol Pablo sobre la libertad con que Cristo
nos ha liberado, y sobre la esclavitud causada por el pecado
(cf. Ga 5, 1)!
Vemos, por tanto,
cuán oportuno e incluso necesario es para la Iglesia un Año de
la familia; qué indispensable es el testimonio de todas las
familias que viven cada día su vocación; cuán urgente es
una gran oración de las familias, que aumente y abarque el
mundo entero, y en la cual se exprese una acción de gracias por
el amor en la verdad, por la «efusión de la gracia del Espíritu
Santo»10, por la presencia de Cristo entre padres e hijos:
Cristo, redentor y esposo, que «nos amó hasta el extremo» (cf.
Jn 13, 1). Estamos plenamente persuadidos de que este
amor es más grande que todo (cf. 1 Co 13, 13); y
creemos que es capaz de superar victoriosamente todo lo que no
sea amor.
¡Que se eleve
incesantemente durante este año la oración de la Iglesia, la
oración de las familias, «iglesias domésticas»! Y que sea
acogida por Dios y escuchada por los hombres, para que no caigan
en la duda, y los que vacilan a causa de la fragilidad humana no
cedan ante la atracción tentadora de los bienes sólo aparentes,
como son los que se proponen en toda tentación.
En Caná de Galilea,
donde Jesús fue invitado a un banquete de bodas, su Madre se
dirige a los sirvientes diciéndoles: «Haced lo que él os diga» (Jn
2, 5). También a nosotros, que celebramos el Año de la
familia, dirige María esas mismas palabras. Y lo que Cristo nos
dice, en este particular momento histórico, constituye una
fuerte llamada a una gran oración con las familias y por las
familias. Con esta plegaria la Virgen Madre nos invita a unirnos
a los sentimientos de su Hijo, que ama a cada familia. Él
manifestó este amor al comienzo de su misión de Redentor,
precisamente con su presencia santificadora en Caná de Galilea,
presencia que permanece todavía.
Oremos por las
familias de todo el mundo. Oremos, por medio de Cristo, con
Cristo y en Cristo, al Padre, «de quien toma nombre toda familia
en el cielo y en la tierra» (cf. Ef 3, 15).
I
LA CIVILIZACIÓN DEL
AMOR
«Varón y mujer
los creó»
6. El cosmos, inmenso
y diversificado, el mundo de todos los seres vivientes, está
inscrito en la paternidad de Dios como su fuente (cf. Ef
3, 14-16). Está inscrito, naturalmente, según el criterio de
la analogía, gracias al cual nos es posible distinguir, ya desde
el comienzo del libro del Génesis, la realidad de la paternidad
y maternidad y, por consiguiente, también la realidad de la
familia humana. Su clave interpretativa está en el principio de
la «imagen» y «semejanza» de Dios, que el texto bíblico pone muy
de relieve (Gn 1, 26). Dios crea en virtud de su palabra:
¡«Hágase»! (cf. Gn 1, 3). Es significativo que esta
palabra de Dios, en el caso de la creación del hombre, sea
completada con estas otras: «Hagamos al hombre a nuestra
imagen y semejanza» (Gn 1, 26). Antes de crear al hombre,
parece como si el Creador entrara dentro de sí mismo para buscar
el modelo y la inspiración en el misterio de su Ser, que ya aquí
se manifiesta de alguna manera como el «Nosotros» divino. De
este misterio surge, por medio de la creación, el ser humano:
«Creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le
creó; varón y mujer los creó» (Gn 1, 27).
Bendiciéndolos, dice
Dios a los nuevos seres: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid
la tierra y sometedla» (Gn 1, 28). El libro del Génesis
usa expresiones ya utilizadas en el contexto de la creación de
los otros seres vivientes: «Multiplicaos»; pero su sentido
analógico es claro. ?No es precisamente ésta, la analogía de la
generación y de la paternidad y maternidad, la que resalta a la
luz de todo el contexto? Ninguno de los seres vivientes, excepto
el hombre, ha sido creado «a imagen y semejanza de Dios». La
paternidad y maternidad humanas, aun siendo biológicamente
parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en
sí mismas, de manera esencial y exclusiva, una «semejanza»
con Dios, sobre la que se funda la familia, entendida como
comunidad de vida humana, como comunidad de personas unidas en
el amor (communio personarum).
A la luz del Nuevo
Testamento es posible descubrir que el modelo originario de
la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio
trinitario de su vida. El «Nosotros» divino constituye el modelo
eterno del «nosotros» humano; ante todo, de aquel «nosotros» que
está formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y
semejanza divina. Las palabras del libro del Génesis contienen
aquella verdad sobre el hombre que concuerda con la experiencia
misma de la humanidad. El hombre es creado desde «el principio»
como varón y mujer: la vida de la colectividad humana —tanto de
las pequeñas comunidades como de la sociedad entera— lleva la
señal de esta dualidad originaria. De ella derivan la
«masculinidad» y la «femineidad» de cada individuo, y de ella
cada comunidad asume su propia riqueza característica en el
complemento recíproco de las personas. A esto parece referirse
el fragmento del libro del Génesis: «Varón y mujer los creó» (Gn
1, 27). Ésta es también la primera afirmación de que el
hombre y la mujer tienen la misma dignidad: ambos son igualmente
personas. Esta constitución suya, de la que deriva su dignidad
específica, muestra desde «el principio» las características del
bien común de la humanidad en todas sus dimensiones y ámbitos de
vida. El hombre y la mujer aportan su propia contribución,
gracias a la cual se encuentran, en la raíz misma de la
convivencia humana, el carácter de comunión y de
complementariedad.
La alianza
conyugal
7. La familia ha sido
considerada siempre como la expresión primera y fundamental de
la naturaleza social del hombre. En su núcleo esencial
esta visión no ha cambiado ni siquiera en nuestros días. Sin
embargo, actualmente se prefiere poner de relieve todo lo que en
la familia —que es la más pequeña y primordial comunidad humana—
representa la aportación personal del hombre y de la mujer. En
efecto, la familia es una comunidad de personas, para las cuales
el propio modo de existir y vivir juntos es la comunión:
communio personarum. También aquí, salvando la absoluta
trascendencia del Creador respecto de la criatura, emerge la
referencia ejemplar al «Nosotros» divino. Sólo las personas
son capaces de existir «en comunión». La familia arranca de
la comunión conyugal que el concilio Vaticano II califica como
«alianza», por la cual el hombre y la mujer «se entregan y
aceptan mutuamente»11.
El libro del Génesis
nos presenta esta verdad cuando, refiriéndose a la constitución
de la familia mediante el matrimonio, afirma que «dejará el
hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y se harán
una sola carne» (Gn 2, 24). En el evangelio, Cristo,
polemizando con los fariseos, cita esas mismas palabras y añade:
«De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo
que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19, 6). Él
revela de nuevo el contenido normativo de una realidad que
existe desde «el principio» (Mt 19, 8) y que conserva
siempre en sí misma dicho contenido. Si el Maestro lo confirma
«ahora», en el umbral de la nueva alianza, lo hace para que sea
claro e inequívoco el carácter indisoluble del matrimonio, como
fundamento del bien común de la familia.
Cuando, junto con el
Apóstol, doblamos las rodillas ante el Padre, de quien toma
nombre toda paternidad y maternidad (cf. Ef 3, 14-15),
somos conscientes de que ser padres es el evento mediante el
cual la familia, ya constituida por la alianza del matrimonio,
se realiza «en sentido pleno y específico»12. La maternidad
implica necesariamente la paternidad y, recíprocamente,
la paternidad implica necesariamente la maternidad: es el
fruto de la dualidad, concedida por el Creador al ser humano
desde «el principio».
Me he referido a dos
conceptos afines entre sí, pero no idénticos: «comunión» y
«comunidad». La «comunión» se refiere a la relación
personal entre el «yo» y el «tú». La «comunidad», en
cambio, supera este esquema apuntando hacia una «sociedad», un
«nosotros». La familia, comunidad de personas, es, por
consiguiente, la primera «sociedad» humana. Surge cuando se
realiza la alianza del matrimonio, que abre a los esposos a una
perenne comunión de amor y de vida, y se completa plenamente y
de manera específica al engendrar los hijos: la «comunión» de
los cónyuges da origen a la «comunidad» familiar. Dicha
comunidad está conformada profundamente por lo que constituye la
esencia propia de la «comunión». ?Puede existir, a nivel humano,
una «comunión» comparable a la que se establece entre
la madre y el hijo, que ella lleva antes en su seno y
después lo da a luz?
En la familia así
constituida se manifiesta una nueva unidad, en la cual se
realiza plenamente la relación «de comunión» de los padres. La
experiencia enseña que esta realización representa también un
cometido y un reto. El cometido implica a los padres en la
realización de su alianza originaria. Los hijos
engendrados por ellos deberían consolidar —éste es el reto—
esta alianza, enriqueciendo y profundizando la comunión
conyugal del padre y de la madre. Cuando esto no se da, hay que
preguntarse si el egoísmo, que debido a la inclinación humana
hacia el mal se esconde también en el amor del hombre y de la
mujer, no es más fuerte que este amor. Es necesario que los
esposos sean conscientes de ello y que, ya desde el principio,
orienten sus corazones y pensamientos hacia aquel Dios y Padre
«de quien toma nombre toda paternidad», para que su
paternidad y maternidad encuentren en aquella fuente la fuerza
para renovarse continuamente en el amor.
Paternidad y
maternidad son en sí mismas una particular confirmación del
amor, cuya extensión y profundidad originaria nos descubren. Sin
embargo, esto no sucede automáticamente. Es más bien un cometido
confiado a ambos: al marido y a la mujer. En su vida la
paternidad y la maternidad constituyen una «novedad» y una
riqueza sublime, a la que no pueden acercarse si no es «de
rodillas».
La experiencia enseña
que el amor humano, orientado por su naturaleza hacia la
paternidad y la maternidad, se ve afectado a veces por una
crisis profunda y por tanto se encuentra amenazado
seriamente. En tales casos, habrá que pensar en recurrir a los
servicios ofrecidos por los consultorios matrimoniales y
familiares, mediante los cuales es posible encontrar ayuda,
entre otros, de psicólogos y psicoterapeutas específicamente
preparados. Sin embargo, no se puede olvidar que son siempre
válidas las palabras del Apóstol: «Doblo mis rodillas ante el
Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la
tierra» (Ef 3, 14-15). El matrimonio, el matrimonio
sacramento, es una alianza de personas en el amor. Y el amor
puede ser profundizado y custodiado solamente por el amor,
aquel amor que es «derramado» en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). La
oración del Año de la Familia, ?no debería concentrarse en el
punto crucial y decisivo del paso del amor conyugal a la
generación y, por tanto, a la paternidad y maternidad?
?No es precisamente
entonces cuando resulta indispensable la «efusión de la gracia
del Espíritu Santo», implorada en la celebración litúrgica del
sacramento del matrimonio?
El Apóstol, doblando
sus rodillas ante el Padre, lo invoca para que «conceda... ser
fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre
interior» (Ef 3, 16). Esta «fuerza del hombre
interior» es necesaria en la vida familiar, especialmente en sus
momentos críticos, es decir, cuando el amor —manifestado en el
rito litúrgico del consentimiento matrimonial con las palabras:
«Prometo serte fiel... todos los días de mi vida»— está llamado
a superar una difícil prueba.
Unidad de los
dos
8. Solamente las
«personas» son capaces de pronunciar estas palabras; sólo ellas
pueden vivir «en comunión», basándose en su recíproca elección,
que es o debería ser plenamente consciente y libre. El libro del
Génesis, al decir que el hombre abandonará al padre y a la madre
para unirse a su mujer (cf. Gn 2, 24), pone de relieve la
elección consciente y libre, que es el origen del
matrimonio, convirtiendo en marido a un hijo y en mujer a una
hija. ?Cómo puede entenderse adecuadamente esta elección
recíproca si no se considera la plena verdad de la persona, o
sea, su ser racional y libre? El concilio Vaticano II habla de
la semejanza con Dios usando términos muy significativos. Se
refiere no solamente a la imagen y semejanza divina que todo ser
humano posee ya de por sí, sino también y sobre todo a una
«cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la
unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor»13.
Esta formulación,
particularmente rica de contenido, confirma ante todo lo que
determina la identidad íntima de cada hombre y de cada mujer.
Esta identidad consiste en la capacidad de vivir en la verdad
y en el amor; más aún, consiste en la necesidad de verdad y
de amor como dimensión constitutiva de la vida de la persona.
Tal necesidad de verdad y de amor abre al hombre tanto a Dios
como a las criaturas. Lo abre a las demás personas, a la vida
«en comunión», particularmente al matrimonio y a la familia. En
las palabras del Concilio, la «comunión» de las personas deriva,
en cierto modo, del misterio del «Nosotros» trinitario y, por
tanto, la «comunión conyugal» se refiere también a este
misterio. La familia, que se inicia con el amor del hombre y la
mujer, surge radicalmente del misterio de Dios. Esto corresponde
a la esencia más íntima del hombre y de la mujer, y a su natural
y auténtica dignidad de personas.
El hombre y la mujer
en el matrimonio se unen entre sí tan estrechamente que vienen a
ser —según el libro del Génesis— «una sola carne» (Gn 2,
24). Los dos sujetos humanos, aunque somáticamente diferentes
por constitución física como varón y mujer, participan de
modo similar de la capacidad de vivir «en la verdad y el amor».
Esta capacidad, característica del ser humano en cuanto
persona, tiene a la vez una dimensión espiritual y corpórea. Es
también a través del cuerpo como el hombre y la mujer están
predispuestos a formar una «comunión de personas» en el
matrimonio. Cuando, en virtud de la alianza conyugal, se unen de
modo que llegan a ser «una sola carne» (Gn 2, 24),
su unión debe realizarse «en la verdad y el amor»,
poniendo así de relieve la madurez propia de las personas
creadas a imagen y semejanza de Dios.
La familia que nace
de esta unión basa su solidez interior en la alianza entre los
esposos, que Cristo elevó a sacramento. La familia recibe su
propia naturaleza comunitaria —más aún, sus características de
«comunión»— de aquella comunión fundamental de los esposos que
se prolonga en los hijos. «?Estáis dispuestos a recibir de
Dios responsable y amorosamente los hijos, y a educarlos...?»,
les pregunta el celebrante durante el rito del matrimonio14.
La respuesta de los novios corresponde a la íntima verdad del
amor que los une.
Sin embargo, su
unidad, en vez de encerrarlos en sí mismos, los abre a una nueva
vida, a una nueva persona. Como padres, serán capaces de dar la
vida a un ser semejante a ellos, no solamente «hueso de sus
huesos y carne de su carne» (cf. Gn 2, 23), sino imagen y
semejanza de Dios, esto es, persona.
Al preguntar:
«?Estáis dispuestos?», la Iglesia recuerda a los novios que se
hallan ante la potencia creadora de Dios. Están llamados
a ser padres, o sea, a cooperar con el Creador dando la vida.
Cooperar con Dios llamando a la vida a nuevos seres humanos
significa contribuir a la trasmisión de aquella imagen y
semejanza divina de la que es portador todo «nacido de mujer».
Genealogía de
la persona
9. Mediante la
comunión de personas, que se realiza en el matrimonio, el hombre
y la mujer dan origen a la familia. Con ella se relaciona la
genealogía de cada hombre: la genealogía de la persona.
La paternidad y la maternidad humanas están basadas en la
biología y, al mismo tiempo, la superan. El Apóstol, «doblando
las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad
1 en los cielos y en la tierra», pone ante nuestra
consideración, en cierto modo, el mundo entero de los seres
vivientes, tanto los espirituales del cielo como los corpóreos
de la tierra. Cada generación halla su modelo originario en la
Paternidad de Dios. Sin embargo, en el caso del hombre, esta
dimensión «cósmica» de semejanza con Dios no basta para definir
adecuadamente la relación de paternidad y maternidad. Cuando de
la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae
consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios
mismo: en la biología de la generación está inscrita la
genealogía de la persona.
Al afirmar que los
esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en
la concepción y generación de un nuevo ser humano15, no nos
referimos sólo al aspecto biológico; queremos subrayar más bien
que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está
presente de un modo diverso de como lo está en cualquier
otra generación «sobre la tierra». En efecto, solamente de Dios
puede provenir aquella «imagen y semejanza», propia del ser
humano, como sucedió en la creación. La generación es, por
consiguiente, la continuación de la creación16.
Así, pues, tanto en
la concepción como en el nacimiento de un nuevo ser, los padres
se hallan ante un «gran misterio» (Ef 5, 32). También el
nuevo ser humano, igual que sus padres, es llamado
a la existencia como persona y a la vida «en la verdad y en
el amor». Esta llamada se refiere no sólo a lo temporal,
sino también a lo eterno. Tal es la dimensión de la genealogía
de la persona, que Cristo nos ha revelado definitivamente,
derramando la luz del Evangelio sobre el vivir y el morir
humanos y, por tanto, sobre el significado de la familia humana.
Como afirma el
Concilio, el hombre «es la única criatura en la tierra a la que
Dios ha amado por sí misma»17. El origen del hombre no se debe
sólo a las leyes de la biología, sino directamente a la voluntad
creadora de Dios: voluntad que llega hasta la genealogía de los
hijos e hijas de las familias humanas. Dios «ha amado» al
hombre desde el principio y lo sigue «amando» en cada concepción
y nacimiento humano. Dios «ama» al hombre como un ser
semejante a él, como persona. Este hombre, todo hombre, es
creado por Dios «por sí mismo». Esto es válido para
todos, incluso para quienes nacen con enfermedades o
limitaciones. En la constitución personal de cada uno está
inscrita la voluntad de Dios, que ama al hombre, el cual tiene
como fin, en cierto sentido, a sí mismo. Dios entrega al hombre
a sí mismo, confiándolo simultáneamente a la familia y a la
sociedad, como cometido propio. Los padres, ante un nuevo ser
humano, tienen o deberían tener plena conciencia de que Dios
«ama» a este hombre «por sí mismo».
Esta expresión
sintética es muy profunda. Desde el momento de la concepción y,
más tarde, del nacimiento, el nuevo ser está destinado a
expresar plenamente su humanidad, a «encontrarse plenamente»
como persona18. Esto afecta absolutamente a todos, incluso a los
enfermos crónicos y los minusválidos. «Ser hombre» es su
vocación fundamental; «ser hombre» según el don recibido; según
el «talento» que es la propia humanidad y, después, según los
demás «talentos». En este sentido Dios ama a cada hombre «por sí
mismo». Sin embargo, en el designio de Dios la vocación de la
persona humana va más allá de los límites del tiempo. Es una
respuesta a la voluntad del Padre, revelada en el Verbo
encarnado: Dios quiere que el hombre participe de su misma
vida divina. Por eso dice Cristo: «Yo he venido para que
tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).
El destino último del
hombre, ?no está en contraste con la afirmación de que Dios ama
al hombre «por sí mismo»? Si es creado para la vida divina,
?existe verdaderamente el hombre «para sí mismo»? Ésta es una
pregunta clave, de gran interés, tanto para el inicio como para
el final de la existencia terrena: es importante para todo el
curso de la vida. Podría parecer que, destinando al hombre a la
vida divina, Dios lo apartara definitivamente de su existir «por
sí mismo»19. ?Qué relación hay entre la vida de la persona y su
participación en la vida trinitaria? Responde san Agustín:
«Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»20. Este
«corazón inquieto» indica que no hay contradicción entre una y
otra finalidad, sino más bien una relación, una coordinación y
unidad profunda. Por su misma genealogía, la persona, creada a
imagen y semejanza de Dios, participando precisamente en su
Vida, existe «por sí misma» y se realiza. El contenido de
esta realización es la plenitud de vida en Dios, de la que habla
Cristo (cf. Jn 6, 37-40), quien nos ha redimido
previamente para introducirnos en ella (cf. Mc 10, 45).
Los esposos desean
los hijos para sí, y en ellos ven la coronación de su amor
recíproco. Los desean para la familia, como don más
excelente21. En el amor conyugal, así como en el amor
paterno y materno, se inscribe la verdad sobre el hombre,
expresada de manera sintética y precisa por el Concilio al
afirmar que Dios «ama al hombre por sí mismo». Con el amor de
Dios ha de armonizarse el de los padres. En ese sentido,
éstos deben amar a la nueva criatura humana como la ama el
Creador. El querer humano está siempre e inevitablemente
sometido a la ley del tiempo y de la caducidad. En cambio, el
amor divino es eterno. «Antes de haberte formado yo en el seno
materno, te conocía —escribe el profeta Jeremías—, y
antes que nacieses, te tenía consagrado» (1, 5). La genealogía
de la persona está, pues, unida ante todo con la eternidad de
Dios, y en segundo término con la paternidad y maternidad humana
que se realiza en el tiempo. Desde el momento mismo de la
concepción el hombre está ya ordenado a la eternidad en Dios.
El bien común
del matrimonio y de la familia
10. El consentimiento
matrimonial define y hace estable el bien que es común al
matrimonio y a la familia. «Te quiero a ti, ... como esposa
—como esposo— y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las
alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos
los días de mi vida»22. El matrimonio es una singular comunión
de personas. En virtud de esta comunión, la familia está llamada
a ser comunidad de personas. Es un compromiso que los novios
asumen «ante Dios y su Iglesia», como les recuerda el celebrante
en el momento de expresarse mutuamente el consentimiento23. De
este compromiso son testigos quienes participan en el rito; en
ellos están representadas, en cierto modo, la Iglesia y la
sociedad, ámbitos vitales de la nueva familia.
Las palabras del
consentimiento matrimonial definen lo que constituye el bien
común de la pareja y de la familia. Ante todo, el bien
común de los esposos, que es el amor, la fidelidad, la honra, la
duración de su unión hasta la muerte: «todos los días de mi
vida». El bien de ambos, que lo es de cada uno, deberá ser
también el bien de los hijos. El bien común, por su naturaleza,
a la vez que une a las personas, asegura el verdadero bien de
cada una. Si la Iglesia, como por otra parte el Estado, recibe
el consentimiento de los esposos, expresado con las palabras
anteriormente citadas, lo hace porque está «escrito en sus
corazones» (cf. Rm 2, 15). Los esposos se dan mutuamente
el consentimiento matrimonial, prometiendo, es decir,
confirmando ante Dios, la verdad de su consentimiento. En cuanto
bautizados, ellos son, en la Iglesia, los ministros del
sacramento del matrimonio. San Pablo enseña que este recíproco
compromiso es un «gran misterio» (Ef 5, 32).
Las palabras del
consentimiento expresan, pues, lo que constituye el bien común
de los esposos e indican lo que debe ser el bien común de la
futura familia. Para ponerlo de manifiesto la Iglesia les
pregunta si están dispuestos a recibir y educar cristianamente a
los hijos que Dios les conceda. La pregunta se refiere al bien
común del futuro núcleo familiar, teniendo presente la
genealogía de las personas, que está inscrita en la constitución
misma del matrimonio y de la familia. La pregunta sobre los
hijos y su educación está vinculada estrictamente con el
consentimiento matrimonial, con la promesa de amor, de respeto
conyugal, de fidelidad hasta la muerte. La acogida y educación
de los hijos —dos de los objetivos principales de la familia—
están condicionadas por el cumplimiento de ese compromiso. La
paternidad y la maternidad representan un cometido de
naturaleza no simplemente física, sino también espiritual;
en efecto, por ellas pasa la genealogía de la persona, que tiene
su inicio eterno en Dios y que debe conducir a él.
El Año de la familia,
año de especial oración de las familias, debería concientizar a
cada familia sobre esto de un modo nuevo y profundo. ¡Qué
riqueza de aspectos bíblicos podría constituir el substrato de
esa oración! Es necesario que a las palabras de la sagrada
Escritura se añada siempre el recuerdo personal de los
esposos-padres, y el de los hijos y nietos. Mediante la
genealogía de las personas, la comunión conyugal se hace
comunión de generaciones. La unión sacramental de los dos,
sellada con la alianza realizada ante Dios, perdura y se
consolida con la sucesión de las generaciones. Esta unión debe
convertirse en unidad de oración. Pero para que esto pueda
transparentarse de manera significativa en el Año de la familia,
es necesario que la oración se convierta en una costumbre
radicada en la vida cotidiana de cada familia. La oración es
acción de gracias, alabanza a Dios, petición de perdón, súplica
e invocación. En cada una de estas formas, la oración de la
familia tiene mucho que decir a Dios. También tiene mucho
que decir a los hombres, empezando por la recíproca comunión de
personas unidas por lazos familiares.
«?Qué es el hombre
para que te acuerdes de él?» (Sal 8, 5), se pregunta el
salmista. La oración es la situación en la cual, de la manera
más sencilla, se manifiesta el recuerdo creador y paternal de
Dios: no sólo y no tanto el recuerdo de Dios por parte del
hombre, sino más bien el recuerdo del hombre por parte de
Dios. Por esto, la oración de la comunidad familiar puede
convertirse en ocasión de recuerdo común y recíproco; en efecto,
la familia es comunidad de generaciones. En la oración todos
deben estar presentes: los que viven y quienes ya han muerto,
como también los que aún tienen que venir al mundo. Es preciso
que en la familia se ore por cada uno, según la medida del bien
que para él constituye la familia y del bien que él constituye
para la familia. La oración confirma más sólidamente ese bien,
precisamente como bien común familiar. Más aún, la oración es el
inicio también de este bien, de modo siempre renovado. En la
oración, la familia se encuentra como el primer «nosotros» en el
que cada uno es «yo» y «tú»; cada uno es para el
otro marido o mujer, padre o madre, hijo o hija, hermano o
hermana, abuelo o nieto.
?Son así las familias
a las que me dirijo con esta carta? Ciertamente no pocas son
así, pero en la época actual se ve la tendencia a restringir el
núcleo familiar al ámbito de dos generaciones. Esto sucede a
menudo por la escasez de viviendas disponibles, sobre todo en
las grandes ciudades. Pero muchas veces esto se debe también a
la convicción de que varias generaciones juntas son un obstáculo
para la intimidad y hacen demasiado difícil la vida. Pero, ?no
es precisamente éste el punto más débil? Hay poca vida
verdaderamente humana en las familias de nuestros días.
Faltan las personas con las que crear y compartir el bien común;
y sin embargo el bien, por su naturaleza, exige ser creado y
compartido con otros: «el bien tiende a difundirse» («bonum
est diffusivum sui»)24. El bien, cuanto más común es, tanto
más propio es: mío —tuyo— nuestro. Ésta es la lógica
intrínseca del vivir en el bien, en la verdad y en la caridad.
Si el hombre sabe aceptar esta lógica y seguirla, su existencia
llega a ser verdaderamente una «entrega sincera».
La entrega
sincera de sí mismo
11. El Concilio, al
afirmar que el hombre es la única criatura sobre la tierra amada
por Dios por sí misma, dice a continuación que él « no puede
encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de
sí mismo ».25 Esto podría parecer una contradicción, pero no
lo es absolutamente. Es, más bien, la gran y maravillosa
paradoja de la existencia humana: una existencia llamada a
servir la verdad en el amor. El amor hace que el hombre se
realice mediante la entrega sincera de sí mismo. Amar significa
dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo
regalar libre y recíprocamente.
La entrega de la
persona exige, por su naturaleza, que sea duradera e
irrevocable. La indisolubilidad del matrimonio deriva
primariamente de la esencia de esa entrega: entrega de la
persona a la persona. En este entregarse recíproco se
manifiesta el carácter esponsal del amor. En el
consentimiento matrimonial los novios se llaman con el propio
nombre: « Yo, ... te quiero a ti, ... como esposa (como
esposo) y me entrego a ti, y prometo serte fiel... todos los
días de mi vida ». Semejante entrega obliga mucho más intensa y
profundamente que todo lo que puede ser « comprado » a cualquier
precio. Doblando las rodillas ante el Padre, del cual proviene
toda paternidad y maternidad, los futuros padres se hacen
conscientes de haber sido « redimidos ». En efecto, han sido
comprados a un precio elevado, al precio de la entrega
más sincera posible, la sangre de Cristo, en la que
participan por medio del sacramento. Coronamiento litúrgico del
rito matrimonial es la Eucaristía —sacrificio del « cuerpo
entregado » y de la « sangre derramada »—, que en el
consentimiento de los esposos encuentra, de alguna manera, su
expresión.
Cuando el hombre y la
mujer, en el matrimonio, se entregan y se reciben recíprocamente
en la unidad de « una sola carne », la lógica de la entrega
sincera entra en sus vidas. Sin aquélla, el matrimonio sería
vacío, mientras que la comunión de las personas, edificada sobre
esa lógica, se convierte en comunión de los padres. Cuando
transmiten la vida al hijo, un nuevo « tú » humano se inserta en
la órbita del « nosotros » de los esposos, una persona que
ellos llamarán con un nombre nuevo: « nuestro hijo...; nuestra
hija... ». « He adquirido un varón con el favor del Señor » (Gén
4, 1), dice Eva, la primera mujer de la historia. Un ser
humano, esperado durante nueve meses y « manifestado » después a
los padres, hermanos y hermanas. El proceso de la concepción y
del desarrollo en el seno materno, el parto, el nacimiento,
sirven para crear como un espacio adecuado para que la nueva
criatura pueda manifestarse como « don ». Así es, efectivamente,
desde el principio. ?Podría, quizás, calificarse de manera
diversa este ser frágil e indefenso, dependiente en todo de sus
padres y encomendado completamente a ellos? El recién nacido se
entrega a los padres por el hecho mismo de nacer. Su vida es
ya un don, el primer don del Creador a la criatura.
En el
recién nacido se realiza el bien común de la familia.
Como el bien común de los esposos encuentra su
cumplimiento en el amor esponsal, dispuesto a dar y acoger la
nueva vida, así el bien común de la familia se realiza mediante
el mismo amor esponsal concretado en el recién nacido. En la
genealogía de la persona está inscrita la genealogía de la
familia, lo cual quedará para memoria mediante las anotaciones
en el registro de Bautismos, aunque éstas no son más que la
consecuencia social del hecho « de que ha nacido un hombre en el
mundo » (Jn 16, 21).
Ahora bien, ?es
también verdad que el nuevo ser humano es un don para los
padres? ?Un don para la sociedad? Aparentemente nada parece
indicarlo. El nacimiento de un ser humano parece a veces un
simple dato estadístico, registrado como tantos otros en los
balances demográficos. Ciertamente, el nacimiento de un hijo
significa para los padres ulteriores esfuerzos, nuevas cargas
económicas, otros condicionamientos prácticos. Estos motivos
pueden llevarlos a la tentación de no desear otro hijo.26 En
algunos ambientes sociales y culturales la tentación resulta más
fuerte. El hijo, ?no es, pues, un don? ?Viene sólo para recibir
y no para dar? He aquí algunas cuestiones inquietantes, de las
que el hombre actual no se libra fácilmente. El hijo viene a
ocupar un espacio, mientras parece que en el mundo cada vez haya
menos. Pero, ?es realmente verdad que el hijo no aporta nada
a la familia y a la sociedad? ?No es quizás una « partícula » de
aquel bien común sin el cual las comunidades humanas se
disgregan y corren el riesgo de desaparecer? ?Cómo negarlo? El
niño hace de sí mismo un don a los hermanos, hermanas, padres, a
toda la familia. Su vida se convierte en don para los mismos
donantes de la vida, los cuales no dejarán de sentir la
presencia del hijo, su participación en la vida de ellos, su
aportación a su bien común y al de la comunidad familiar.
Verdad, ésta, que es obvia en su simplicidad y profundidad, no
obstante la complejidad, y también la eventual patología, de la
estructura psicológica de ciertas personas. El bien común de
toda la sociedad está en el hombre que, como se ha
recordado, es « el camino de la Iglesia ».27 Ante todo, él es la
« gloria de Dios »: « Gloria Dei, vivens homo », según la
conocida expresión de san Ireneo,28 que podría traducirse así: «
La gloria de Dios es que el hombre viva ». Estamos aquí, puede
decirse, ante la definición más profunda del hombre: la
gloria de Dios es el bien común de todo lo que existe; el
bien común del género humano.
¡Sí, el hombre es
un bien común!: bien común de la familia y de la humanidad,
de cada grupo y de las múltiples estructuras sociales. Pero hay
que hacer una significativa distinción de grado y de modalidad:
el hombre es bien común, por ejemplo, de la Nación a la que
pertenece o del Estado del cual es ciudadano; pero lo es de una
manera mucho más concreta, única e irrepetible para su familia;
lo es no sólo como individuo que forma parte de la multitud
humana, sino como « este hombre ». Dios Creador lo llama
a la existencia « por sí mismo »; y con su venida al mundo el
hombre comienza, en la familia, su « gran aventura », la
aventura de la vida. « Este hombre », en cualquier caso, tiene
derecho a la propia afirmación debido a su dignidad humana.
Esta es precisamente la que establece el lugar de la persona
entre los hombres y, ante todo, en la familia. En efecto, la
familia es —más que cualquier otra realidad social— el ambiente
en que el hombre puede vivir « por sí mismo » a través de la
entrega sincera de sí. Por esto, la familia es una institución
social que no se puede ni se debe sustituir: es « el santuario
de la vida ».29
El hecho de que está
naciendo un hombre —« ha nacido un hombre en el mundo » (Jn
16, 21)—, constituye un signo pascual. Jesús mismo,
como refiere el evangelista Juan, habla de ello a los discípulos
antes de su pasión y muerte, parangonando la tristeza por su
marcha con el sufrimiento de una mujer parturienta: « La mujer,
cuando va a dar a luz, está triste 1, porque le ha llegado su
hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del
aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo
» (Jn 16, 21). La « hora » de la muerte de Cristo (cf.
Jn 13, 1) se parangona aquí con la « hora » de la mujer en
los dolores de parto; el nacimiento de un nuevo hombre se
corresponde plenamente con la victoria de la vida sobre la
muerte realizada por la resurrección del Señor. Esta comparación
se presta a diversas reflexiones. Igual que la resurrección de
Cristo es la manifestación de la Vida más allá del umbral
de la muerte, así también el nacimiento de un niño es
manifestación de la vida, destinada siempre, por medio de
Cristo, a la « plenitud de la vida » que está en Dios
mismo: « Yo he venido para que tengan vida y la tengan en
abundancia » (Jn 10, 10). Aquí se manifiesta en su valor
más profundo el verdadero significado de la expresión de san
Ireneo: « Gloria Dei, vivens homo ».
Esta es la verdad
evangélica de la entrega de sí mismo, sin la cual el hombre no
puede « encontrarse plenamente », que permite valorar cuán
profundamente esta « entrega sincera » esté fundamentada en la
entrega de Dios Creador y Redentor, en la « gracia del Espíritu
Santo », cuya « efusión » sobre los esposos invoca el celebrante
en el rito del matrimonio. Sin esta « efusión » sería
verdaderamente difícil comprender todo esto y cumplirlo como
vocación del hombre. Y sin embargo, ¡tanta gente lo intuye!
Tantos hombres y mujeres hacen propia esta verdad llegando a
entrever que sólo en ella encuentran « la Verdad y la Vida » (Jn
14, 6). Sin esta verdad, la vida de los esposos no llega
a alcanzar un sentido plenamente humano.
He aquí por qué la
Iglesia nunca se cansa de enseñar y de testimoniar esta verdad.
Aun manifestando comprensión materna por las no pocas y
complejas situaciones de crisis en que se hallan las familias,
así como por la fragilidad moral de cada ser humano, la Iglesia
está convencida de que debe permanecer absolutamente fiel a la
verdad sobre el amor humano; de otro modo, se traicionaría a sí
misma. En efecto, abandonar esta verdad salvífica sería como
cerrar « los ojos del corazón » (cf. Ef 1, 18), que, en
cambio, deben permanecer siempre abiertos a la luz con que el
Evangelio ilumina las vicisitudes humanas (cf. 2 Tim 1,
10). La conciencia de la entrega sincera de sí, mediante la cual
el hombre « se encuentra plenamente a sí mismo », ha de ser
renovada sólidamente y garantizada constantemente, ante muchas
formas de oposición que la Iglesia encuentra por parte de los
partidarios de una falsa civilización del progreso.30 La familia
expresa siempre un nueva dimensión del bien para los hombres, y
por esto suscita una nueva responsabilidad. Se trata de la
responsabilidad por aquel singular bien común en el cual se
encuentra el bien del hombre: el bien de cada miembro de la
comunidad familiar; es un bien ciertamente « difícil » («
bonum arduum »), pero atractivo.
Paternidad y
maternidad responsables
12. Ha llegado el
momento de aludir, en el entramado de la presente Carta a las
Familias, a dos cuestiones relacionadas entre sí. Una, la más
genérica, se refiere a la civilización del amor; la otra,
más específica, se refiere a la paternidad y maternidad
responsables.
Hemos dicho ya que el
matrimonio entraña una singular responsabilidad para el bien
común: primero el de los esposos, después el de la familia. Este
bien común está representado por el hombre, por el valor de la
persona y por todo lo que representa la medida de su dignidad.
El hombre lleva consigo esta dimensión en cada sistema social,
económico y político. Sin embargo, en el ámbito del matrimonio y
de la familia esa responsabilidad se hace, por muchas razones,
más « exigente » aún. No sin motivo la Constitución pastoral
Gaudium et spes habla de « promover la dignidad del
matrimonio y de la familia ». El Concilio ve en esta «
promoción » una tarea tanto de la Iglesia como del Estado; sin
embargo, en toda cultura, es ante todo un deber de las personas
que, unidas en matrimonio, forman una determinada familia. La «
paternidad y maternidad responsables » expresan un compromiso
concreto para cumplir este deber, que en el mundo actual
presenta nuevas características.
En particular, la
paternidad y maternidad se refieren directamente al momento en
que el hombre y la mujer, uniéndose « en una sola carne »,
pueden convertirse en padres. Este momento tiene un valor muy
significativo, tanto por su relación interpersonal como por su
servicio a la vida. Ambos pueden convertirse en procreadores
—padre y madre— comunicando la vida a un nuevo ser humano.
Las dos dimensiones de la unión conyugal, la unitiva y la
procreativa, no pueden separarse artificialmente sin
alterar la verdad íntima del mismo acto conyugal.31
Esta es la enseñanza
constante de la Iglesia, y los « signos de los tiempos », de los
que hoy somos testigos, ofrecen nuevos motivos para confirmarlo
con particular énfasis. San Pablo, tan atento a las necesidades
pastorales de su tiempo, exigía con claridad y firmeza «
insistir a tiempo y a destiempo » (cf. 2 Tim 4, 2), sin
temor alguno por el hecho de que « no se soportara la sana
doctrina » (cf. 2 Tim 4, 3). Sus palabras son bien
conocidas a quienes, comprendiendo profundamente las vicisitudes
de nuestro tiempo, esperan que la Iglesia no sólo no abandone «
la sana doctrina », sino que la anuncie con renovado vigor,
buscando en los actuales « signos de los tiempos » las razones
para su ulterior y providencial profundización.
Muchas de estas
razones se encuentran ya en las mismas ciencias que, del antiguo
tronco de la antropología, se han desarrollado en varias
especializaciones, como la biología, psicología, sociología
y sus ramificaciones ulteriores. Todas giran, en cierto modo,
en torno a la medicina, que es, a la vez, ciencia y arte (ars
medica), al servicio de la vida y de la salud de la persona.
Pero las razones insinuadas aquí emergen sobre todo de la
experiencia humana que es múltiple y que, en cierto sentido,
precede y sigue a la ciencia misma.
Los
esposos aprenden por propia experiencia lo que significan la
paternidad y maternidad responsables;
lo
aprenden también gracias a la experiencia de otras parejas que
viven en condiciones análogas y se han hecho así más abiertas a
los datos de las ciencias. Podría decirse que los « estudiosos »
aprenden casi de los « esposos », para poder luego, a su vez,
instruirlos de manera más competente sobre el significado de la
procreación responsable y sobre los modos de practicarla.
Este tema ha sido
tratado ampliamente en los Documentos conciliares, en la
Encíclica Humanae vitae, en las « Proposiciones » del
Sínodo de los Obispos de 1980, en la Exhortación apostólica
Familiaris consortio, y en intervenciones análogas, hasta la
Instrucción Donum vitae de la Congregación para la
Doctrina de la Fe. La Iglesia enseña la verdad moral sobre la
paternidad y maternidad responsables, defendiéndola de las
visiones y tendencias erróneas difundidas actualmente. ?Por
qué hace esto la Iglesia? ?Acaso porque no se da cuenta de las
problemáticas evocadas por quienes en este ámbito sugieren
concesiones y tratan de convencerla también con presiones
indebidas, si no es incluso con amenazas? En efecto, se reprocha
frecuentemente al Magisterio de la Iglesia que está ya superado
y cerrado a las instancias del espíritu de los tiempos modernos;
que desarrolla una acción nociva para la humanidad, más aún,
para la Iglesia misma. Por mantenerse obstinadamente en sus
propias posiciones —se dice—, la Iglesia acabará por perder
popularidad y los creyentes se alejarán cada vez más de ella.
Pero, ?cómo se puede
sostener que la Iglesia, y de modo especial el Episcopado
en comunión con el Papa, sea insensible a problemas tan
graves y actuales? Pablo VI veía precisamente en éstos
cuestiones tan vitales que lo impulsaron a publicar la Encíclica
Humanae vitae. El fundamento en que se basa la doctrina
de la Iglesia sobre la paternidad y maternidad responsables es
mucho más amplio y sólido. El Concilio lo indica ante todo en
sus enseñanzas sobre el hombre cuando afirma que él « es la
única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma
» y que « no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino es en
la entrega sincera de sí mismo ».32 Y esto porque ha sido creado
a imagen y semejanza de Dios, y redimido por el Hijo unigénito
del Padre, hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación.
El Concilio Vaticano
II, particularmente atento al problema del hombre y de su
vocación, afirma que la unión conyugal —significada en la
expresión bíblica « una sola carne »— sólo puede ser
comprendida y explicada plenamente recurriendo a los valores
de la « persona » y de la « entrega ». Cada hombre y cada
mujer se realizan en plenitud mediante la entrega sincera de sí
mismo; y, para los esposos, el momento de la unión conyugal
constituye una experiencia particularísima de ello. Es entonces
cuando el hombre y la mujer, en la « verdad » de su masculinidad
y femineidad, se convierten en entrega recíproca. Toda la vida
del matrimonio es entrega, pero esto se hace singularmente
evidente cuando los esposos, ofreciéndose recíprocamente en el
amor, realizan aquel encuentro que hace de los dos « una sola
carne » (Gén 2, 24).
Ellos viven entonces
un momento de especial responsabilidad, incluso por la
potencialidad procreativa vinculada con el acto conyugal. En
aquel momento, los esposos pueden convertirse en padre y madre,
iniciando el proceso de una nueva existencia humana que después
se desarrollará en el seno de la mujer. Aunque es la mujer la
primera que se da cuenta de que es madre, el hombre con el cual
se ha unido en « una sola carne » toma a su vez conciencia,
mediante el testimonio de ella, de haberse convertido en padre.
Ambos son responsables de la potencial, y después efectiva,
paternidad y maternidad. El hombre debe reconocer y aceptar el
resultado de una decisión que también ha sido suya. No puede
ampararse en expresiones como: « no sé », « no quería », « lo
has querido tú ». La unión conyugal conlleva en cualquier caso
la responsabilidad del hombre y de la mujer,
responsabilidad potencial que llega a ser efectiva cuando las
circunstancias lo imponen. Esto vale sobre todo para el hombre
que, aun siendo también artífice del inicio del proceso
generativo, queda distanciado biológicamente del mismo, ya que
de hecho se desarrolla en la mujer. ?Cómo podría el hombre no
hacerse cargo de ello? Es necesario que ambos, el hombre y la
mujer, asuman juntos, ante sí mismos y ante los demás, la
responsabilidad de la nueva vida suscitada por ellos.
Esta es una
conclusión compartida por las ciencias humanas mismas. Sin
embargo, conviene profundizarla, analizando el significado del
acto conyugal a la luz de los mencionados valores de la «
persona » y de la « entrega ». Esto lo hace la Iglesia con su
constante enseñanza, particularmente con la del Concilio
Vaticano II.
En el momento del
acto conyugal, el hombre y la mujer están llamados a ratificar
de manera responsable la recíproca entrega que han hecho
de sí mismos con la alianza matrimonial. Ahora bien, la lógica
de la entrega total del uno al otro implica la potencial
apertura a la procreación: el matrimonio está llamado así a
realizarse todavía más plenamente como familia. Ciertamente, la
entrega recíproca del hombre y de la mujer no tiene como fin
solamente el nacimiento de los hijos, sino que es, en sí misma,
mutua comunión de amor y de vida. Pero siempre debe
garantizarse la íntima verdad de tal entrega. « Íntima » no
es sinónimo de « subjetiva ». Significa más bien que es
esencialmente coherente con la verdad objetiva de aquéllos que
se entregan. La persona jamás ha de ser considerada un medio
para alcanzar un fin; jamás, sobre todo, un medio de « placer ».
La persona es y debe ser sólo el fin de todo acto. Solamente
entonces la acción corresponde a la verdadera dignidad de la
persona.
Al concluir nuestras
reflexiones sobre este tema tan importante y delicado, deseo
alentaros particularmente a vosotros, queridos esposos, y a
todos aquéllos que os ayudan a comprender y a poner en práctica
la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio, sobre la
maternidad y paternidad responsables. Pienso concretamente en
los Pastores, en tantos estudiosos, teólogos, filósofos,
escritores y periodistas, que no se plegan al conformismo
cultural dominante, dispuestos valientemente a ir contra
corriente. Mi aliento se dirige, además, a un grupo cada vez más
numeroso de expertos, médicos y educadores —verdaderos apóstoles
laicos—, para quienes promover la dignidad del matrimonio y la
familia resulta un cometido importante de su vida. En nombre de
la Iglesia expreso a todos mi gratitud. ?Qué podrían hacer sin
ellos los Sacerdotes, los Obispos e incluso el mismo Sucesor de
Pedro? De esto me he ido convenciendo cada vez más desde mis
primeros años de sacerdocio, cuando sentado en el
confesionario empecé a compartir las preocupaciones, los
temores y las esperanzas de tantos esposos. He encontrado casos
difíciles de rebelión y rechazo, pero al mismo tiempo tantas
personas muy responsables y generosas. Mientras escribo esta
Carta tengo presentes a todos estos esposos y les abrazo con mi
afecto y mi oración.
Dos
civilizaciones
13. Amadísimas
familias, la cuestión de la paternidad y de la maternidad
responsables se inscribe en toda la temática de la «civilización
del amor», de la que deseo hablaros ahora. De lo expuesto hasta
aquí se deduce claramente que la familia constituye la base
de lo que Pablo VI calificó como «civilización del amor»33,
expresión asumida después por la enseñanza de la Iglesia y
considerada ya normal. Hoy es difícil pensar en una intervención
de la Iglesia, o bien sobre la Iglesia, que no se refiera a la
civilización del amor. La expresión se relaciona con la
tradición de la «iglesia doméstica» en los orígenes del
cristianismo, pero tiene una preciosa referencia incluso
para la época actual. Etimológicamente, el término
«civilización» deriva efectivamente de «civis»,
«ciudadano», y subraya la dimensión política de la existencia de
cada individuo. Sin embargo, el significado más profundo de la
expresión «civilización» no es solamente político sino más bien
«humanístico». La civilización pertenece a la historia del
hombre, porque corresponde a sus exigencias espirituales y
morales: éste, creado a imagen y semejanza de Dios, ha recibido
el mundo de manos del Creador con el compromiso de plasmarlo a
su propia imagen y semejanza. Precisamente del cumplimiento de
este cometido deriva la civilización, que, en definitiva, no es
otra cosa que la «humanización del mundo».
Civilización tiene,
pues, en cierto modo, el mismo significado que «cultura». Por
esto se podría decir también: «cultura del amor», aunque
es preferible mantener la expresión que se ha hecho ya familiar.
La civilización del amor, con el significado actual del término,
se inspira en las palabras de la constitución conciliar
Gaudium et spes: «Cristo... manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación»34.
Por esto se puede afirmar que la civilización del amor se basa
en la revelación de Dios, que «es amor», como dice Juan (1 Jn
4, 8. 16), y que está expresada de modo admirable por Pablo
con el himno a la caridad, en la primera carta a los Corintios
(cf. 13, 1-13). Esta civilización está íntimamente relacionada
con el amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5), y que
crece gracias al cuidado constante del que habla, de
manera tan sugestiva, la alegoría evangélica de la vid y los
sarmientos: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador.
Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da
fruto, lo limpia, para que dé más fruto» (Jn 15, 1-2).
A la luz de estos y
de otros textos del Nuevo Testamento es posible comprender lo
que se entiende por «civilización del amor», y por qué la
familia está unida orgánicamente a esta civilización. Si el
primer «camino de la Iglesia» es la familia, conviene añadir que
lo es también la civilización del amor, pues la Iglesia camina
por el mundo y llama a seguir este camino a las familias y a las
otras instituciones sociales, nacionales e internacionales,
precisamente en función de las familias y por medio de ellas. En
efecto, la familia depende por muchos motivos de la
civilización del amor, en la cual encuentra las razones de
su ser como tal. Y al mismo tiempo, la familia es el centro y
el corazón de la civilización del amor.
Sin embargo, no hay
verdadero amor sin la conciencia de que Dios «es Amor», y de que
el hombre es la única criatura en la tierra que Dios ha llamado
«por sí misma» a la existencia. El hombre, creado a imagen y
semejanza de Dios, sólo puede «encontrar su plenitud» mediante
la entrega sincera de sí mismo. Sin este concepto del hombre, de
la persona y de la «comunión de personas» en la familia, no
puede haber civilización del amor; recíprocamente, sin ella es
imposible este concepto de persona y de comunión de personas.
La familia constituye la «célula» fundamental de la
sociedad. Pero hay necesidad de Cristo —«vid» de la que reciben
savia los «sarmientos»— para que esta célula no esté expuesta a
la amenaza de una especie de desarraigo cultural, que
puede venir tanto de dentro como de fuera. En efecto, si por un
lado existe la «civilización del amor», por otro está la
posibilidad de una «anticivilización» destructora, como
demuestran hoy tantas tendencias y situaciones de hecho.
?Quién puede negar
que la nuestra es una época de gran crisis, que se manifiesta
ante todo como profunda «crisis de la verdad»? Crisis de
la verdad significa, en primer lugar, crisis de conceptos.
Los términos «amor», «libertad», «entrega sincera» e incluso
«persona», «derechos de la persona», ?significan realmente lo
que por su naturaleza contienen? He aquí por qué resulta tan
significativa e importante para la Iglesia y para el mundo —ante
todo en Occidente la encíclica sobre el «esplendor de la verdad»
(Veritatis splendor). Solamente si la verdad sobre la
libertad y la comunión de las personas en el matrimonio y en la
familia recupera su esplendor, empezará verdaderamente la
edificación de la civilización del amor y será entonces posible
hablar con eficacia —como hace el Concilio— de «promover la
dignidad del matrimonio y de la familia»35.
?Por qué es tan
importante el «esplendor de la verdad»? Ante todo, lo es por
contraste: el desarrollo de la civilización contemporánea está
vinculado a un progreso científico-tecnológico que se verifica
de manera muchas veces unilateral, presentando como consecuencia
características puramente positivistas. Como se sabe, el
positivismo produce como frutos el agnosticismo a nivel teórico
y el utilitarismo a nivel práctico y ético. En nuestros tiempos
la historia, en cierto sentido, se repite. El utilitarismo
es una civilización basada en producir y disfrutar; una
civilización de las «cosas» y no de las «personas»; una
civilización en la que las personas se usan como si fueran
cosas. En el contexto de la civilización del placer, la mujer
puede llegar a ser un objeto para el hombre, los hijos un
obstáculo para los padres, la familia una institución que
dificulta la libertad de sus miembros. Para convencerse de ello,
basta examinar ciertos programas de educación sexual,
introducidos en las escuelas, a menudo contra el parecer y las
protestas de muchos padres; o bien las corrientes abortistas,
que en vano tratan de esconderse detrás del llamado «derecho
de elección» («pro choice») por parte de ambos esposos, y
particularmente por parte de la mujer. Éstos son sólo dos
ejemplos de los muchos que podrían recordarse.
Es evidente que en
semejante situación cultural, la familia no puede dejar de
sentirse amenazada, porque está acechada en sus mismos
fundamentos. Lo que es contrario a la civilización del amor
es contrario a toda la verdad sobre el hombre y es una
amenaza para él: no le permite encontrarse a sí mismo ni
sentirse seguro como esposo, como padre, como hijo. El llamado
«sexo seguro», propagado por la «civilización técnica», es en
realidad, bajo el aspecto de las exigencias globales de la
persona, radicalmente no-seguro, e incluso gravemente
peligroso. En efecto, la persona se encuentra ahí en peligro, y,
a su vez, está en peligro la familia. ?Cuál es el peligro? Es
la pérdida de la verdad sobre la familia, a la que se añade
el riesgo de la pérdida de la libertad y, por
consiguiente, la pérdida del amor mismo. «Conoceréis la
verdad —dice Jesús— y la verdad os hará libres» (Jn 8,
32). La verdad, sólo la verdad, os preparará para un amor del
que se puede decir que es «hermoso».
La familia
contemporánea, como la de siempre, va buscando el «amor
hermoso». Un amor no «hermoso», o sea, reducido sólo a
satisfacción de la concupiscencia (cf. 1 Jn 2, 16) o a un
recíproco «uso» del hombre y de la mujer, hace a las personas
esclavas de sus debilidades. ?No favorecen esta esclavitud
ciertos «programas culturales» modernos? Son programas que
«juegan» con las debilidades del hombre, haciéndolo así más
débil e indefenso.
La
civilización del amor evoca la alegría: alegría,
entre otras cosas, porque un hombre viene al mundo (cf. Jn
16, 21) y, consiguientemente, porque los esposos llegan a
ser padres. Civilización del amor significa «alegrarse con la
verdad» (cf. 1 Co 13, 6); pero una civilización inspirada
en una mentalidad consumista y antinatalista no es ni puede ser
nunca una civilización del amor. Si la familia es tan importante
para la civilización del amor, lo es por la particular
cercanía e intensidad de los vínculos que se instauran en
ella entre las personas y las generaciones. Sin embargo, es
vulnerable y puede sufrir fácilmente los peligros que
debilitan o incluso destruyen su unidad y estabilidad. Debido a
tales peligros, las familias dejan de dar testimonio de la
civilización del amor e incluso pueden ser su negación, una
especie de antitestimonio. Una familia disgregada puede,
a su vez, generar una forma concreta de «anticivilización»,
destruyendo el amor en los diversos ámbitos en los que se
expresa, con inevitables repercusiones en el conjunto de la vida
social.
El amor es
exigente
14. El amor, al que
el apóstol Pablo dedicó un himno en la primera carta a los
Corintios —amor «paciente», «servicial», y que «todo
lo soporta» (1 Co 13, 4. 7)—, es ciertamente
exigente. Su belleza está precisamente en el hecho de ser
exigente, porque de este modo constituye el verdadero bien del
hombre y lo irradia también a los demás. En efecto, el bien
—dice santo Tomás— es por su naturaleza «difusivo»36. El amor es
verdadero cuando crea el bien de las personas y de las
comunidades, lo crea y lo da a los demás. Sólo quien,
en nombre del amor, sabe ser exigente consigo mismo, puede
exigir amor de los demás; porque el amor es exigente. Lo es en
cada situación humana; lo es aún más para quien se abre al
Evangelio. ?No es esto lo que Jesús proclama en «su»
mandamiento? Es necesario que los hombres de hoy descubran este
amor exigente, porque en él está el fundamento verdaderamente
sólido de la familia; un fundamento que es capaz de «soportar
todo». Según el Apóstol, el amor no es capaz de «soportar todo»
si es «envidioso», si «es jactancioso», si «se engríe», si no
«es decoroso» (cf. 1 Co 13, 4-5). El verdadero amor,
enseña san Pablo, es distinto: «Todo lo cree. Todo lo espera.
Todo lo soporta» (1 Co 13, 7). Precisamente este amor
«soportará todo». Actúa en él la poderosa fuerza de Dios mismo,
que «es amor» (1 Jn 4, 8. 16). Actúa en él la poderosa
fuerza de Cristo, redentor del hombre y salvador del mundo.
Al meditar el
capítulo 13 de la primera carta de Pablo a los Corintios, nos
situamos en el camino que nos ayuda a comprender, de modo más
inmediato e incisivo, la plena verdad sobre la civilización del
amor. Ningún otro texto bíblico expresa esa verdad de una manera
más simple y profunda que el himno a la caridad.
Los peligros que
incumben sobre el amor constituyen también una amenaza a la
civilización del amor, porque favorecen lo que es capaz de
contrastarlo eficazmente. Piénsese ante todo en el egoísmo,
no sólo a nivel individual, sino también de la pareja o, en
un ámbito aún más vasto, en el egoísmo social, por ejemplo, de
clase o de nación (nacionalismo). El egoísmo, en cualquiera de
sus formas, se opone directa y radicalmente a la civilización
del amor. ?Acaso se quiere decir que ha de definirse el amor
simplemente como «antiegoísmo»? Sería una definición demasiado
pobre y, en definitiva, sólo negativa, aunque es verdad que para
realizar el amor y la civilización del amor deben superarse
varias formas de egoísmo. Es más justo hablar de «altruismo»,
que es la antítesis del egoísmo. Pero aún más rico y completo es
el concepto de amor, ilustrado por san Pablo. El himno a la
caridad de la primera carta a los Corintios es como la carta
magna de la civilización del amor. En él no se trata tanto
de manifestaciones individuales (sea del egoísmo, sea del
altruismo), cuanto de la aceptación radical del concepto de
hombre como persona que «se encuentra plenamente» mediante la
entrega sincera de sí mismo. Una entrega es, obviamente, «para
los demás»: ésta es la dimensión más importante de la
civilización del amor.
Entramos así en el
núcleo mismo de la verdad evangélica sobre la libertad.
La persona se realiza mediante el ejercicio de la libertad en la
verdad. La libertad no puede ser entendida como facultad de
hacer cualquier cosa. Libertad significa entrega de
uno mismo, es más, disciplina interior de la entrega.
En el concepto de entrega no está inscrita solamente la libre
iniciativa del sujeto, sino también la dimensión del deber.
Todo esto se realiza en la «comunión de las personas». Nos
situamos así en el corazón mismo de cada familia.
Nos encontramos
también sobre las huellas de la antítesis entre
individualismo y personalismo. El amor, la civilización del
amor, se relaciona con el personalismo. ?Por qué precisamente
con el personalismo? ?Por qué el individualismo amenaza la
civilización del amor? La clave de la respuesta está en la
expresión conciliar: «una entrega sincera». El individualismo
supone un uso de la libertad por el cual el sujeto hace lo que
quiere, «estableciendo» él mismo «la verdad» de lo que le gusta
o le resulta útil. No admite que otro «quiera» o exija algo de
él en nombre de una verdad objetiva. No quiere «dar» a otro
basándose en la verdad; no quiere convertirse en una «entrega
sincera». El individualismo es, por tanto, egocéntrico y
egoísta. La antítesis con el personalismo nace no solamente en
el terreno de la teoría, sino aún más en el del «ethos».
El «ethos» del personalismo es altruista: mueve a la persona a
entregarse a los demás y a encontrar gozo en ello. Es el gozo
del que habla Cristo (cf. Jn 15, 11; 16, 20. 22).
Conviene, pues, que
la sociedad humana, y en ella las familias, que a menudo viven
en un contexto de lucha entre la civilización del amor y sus
antítesis, busquen su fundamento estable en una justa visión del
hombre y de lo que determina la plena «realización» de su
humanidad. Ciertamente contrario a la civilización del amor
es el llamado «amor libre», tanto o más peligroso
porque es presentado frecuentemente como fruto de un sentimiento
«verdadero», mientras de hecho destruye el amor. ¡Cuántas
familias se han disgregado precisamente por el «amor libre»! En
cualquier caso, seguir el «verdadero» impulso afectivo, en
nombre de un amor «libre» de condicionamientos, en realidad
significa hacer al hombre esclavo de aquellos instintos humanos,
que santo Tomás llama «pasiones del alma»37. El «amor libre»
explota las debilidades humanas dándoles un cierto «marco» de
nobleza con la ayuda de la seducción y con el apoyo de la
opinión pública. Se trata así de «tranquilizar» las conciencias,
creando una «coartada moral». Sin embargo, no se toman en
consideración todas sus consecuencias, especialmente cuando,
además del cónyuge, sufren los hijos, privados del padre o de la
madre y condenados a ser de hecho huérfanos de padres vivos.
Como es sabido, en la
base del utilitarismo ético está la búsqueda constante del
«máximo» de felicidad: una «felicidad utilitarista»,
entendida sólo como placer, como satisfacción inmediata del
individuo, por encima o en contra de las exigencias objetivas
del verdadero bien.
El proyecto del
utilitarismo, basado en una libertad orientada con sentido
individualista, o sea, una libertad sin responsabilidad,
constituye la antítesis del amor, incluso como expresión de la
civilización humana considerada en su conjunto. Cuando este
concepto de libertad encuentra eco en la sociedad, aliándose
fácilmente con las más diversas formas de debilidad humana, se
manifiesta muy pronto como una sistemática y permanente amenaza
para la familia. A este respecto, se podrían citar muchas
consecuencias nefastas, documentables a nivel estadístico,
aunque no pocas de ellas quedan escondidas en los corazones de
los hombres y de las mujeres, como heridas dolorosas y
sangrantes.
El
amor
de los
esposos y de los padres tiene la capacidad de curar
semejantes heridas, si las mencionadas insidias no le privan
de su fuerza de regeneración, tan benéfica y saludable para la
comunidad humana. Esta capacidad depende de la gracia divina del
perdón y de la reconciliación, que asegura la energía espiritual
para empezar siempre de nuevo. Precisamente por esto, los
miembros de la familia necesitan encontrar a Cristo en la
Iglesia a través del admirable sacramento de la penitencia y de
la reconciliación.
En este contexto se
puede ver cuán importante es la oración con las familias y por
las familias, en particular, las que se ven amenazadas por la
división. Es necesario rezar para que los esposos amen su
vocación, incluso cuando el camino resulta difícil o
encuentra tramos angostos y escarpados, aparentemente
insuperables; hay que rezar para que incluso entonces sean
fieles a su alianza con Dios.
«La familia es el
camino de la Iglesia». En esta carta deseo profesar y anunciar a
la vez este camino que, a través de la vida conyugal y
familiar, lleva al reino de los cielos (cf. Mt 7, 14). Es
importante que la «comunión de las personas» en la familia sea
preparación para la «comunión de los santos». Por esto la
Iglesia confiesa y anuncia el amor que «todo lo soporta», viendo
en él, con san Pablo, la virtud «mayor» (cf. 1 Co
13, 7. 13). El Apóstol no pone límites a nadie. Amar es vocación
de todos, también de los esposos y de las familias. En efecto,
en la Iglesia todos están llamados igualmente a la perfección de
la santidad (cf. Mt 5, 48)38.
Cuarto
mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre»
15. El cuarto
mandamiento del Decálogo se refiere a la familia, a su cohesión
interna; y, podría decirse, a su solidaridad.
En su formulación no
se habla explícitamente de la familia; pero, de hecho, se trata
precisamente de ella. Para expresar la comunión entre
generaciones, el divino Legislador no encontró palabra más
apropiada que ésta: «Honra...» (Ex 20, 12). Estamos
ante otro modo de expresar lo que es la familia. Dicha
formulación no la exalta «artificialmente», sino que ilumina su
subjetividad y los derechos que derivan de ello. La familia es
una comunidad de relaciones interpersonales particularmente
intensas: entre esposos, entre padres e hijos, entre
generaciones. Es una comunidad que ha de ser especialmente
garantizada. Y Dios no encuentra garantía mejor que ésta:
«Honra».
«Honra a tu padre y a
tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el
Señor, tu Dios, te va a dar» (Ex 20, 12). Este
mandamiento sigue a los tres preceptos fundamentales que atañen
a la relación del hombre y del pueblo de Israel con Dios:
«Shemá, Israel», «Escucha, Israel. El Señor nuestro Dios es
el único Señor» (Dt 6, 4). «No habrá para ti otros dioses
delante de mí» (Ex 20, 3). Éste es el primer y mayor
mandamiento del amor a Dios «por encima de todo»: él tiene que
ser amado «con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu
fuerza» (Dt 6, 5; cf. Mt 22, 37). Es significativo
que el cuarto mandamiento se inserte precisamente en este
contexto. «Honra a tu padre y a tu madre», para que ellos sean
para ti, en cierto modo, los representantes de Dios, quienes te
han dado la vida y te han introducido en la existencia humana:
en una estirpe, nación y cultura. Después de Dios son ellos tus
primeros bienhechores. Si Dios es el único bueno, más aún, el
Bien mismo, los padres participan singularmente de esta bondad
suprema. Por tanto: ¡honra a tus padres! Hay aquí una cierta
analogía con el culto debido a Dios.
El
cuarto mandamiento
está
estrechamente vinculado con elmandamiento del amor. Es
profunda la relación entre «honra» y «amor». La honra está
relacionada esencialmente con la virtud de la justicia, pero
ésta, a su vez, no puede desarrollarse plenamente sin referirse
al amor a Dios y al prójimo. Y?quién es más prójimo que los
propios familiares, que los padres y que los hijos?
?Es unilateral el
sistema interpersonal indicado en el cuarto mandamiento? ?Obliga
éste a honrar sólo a los padres? Literalmente, sí; pero,
indirectamente, podemos hablar también de la «honra» que los
padres deben a los hijos. «Honra» quiere decir: reconoce, o
sea, déjate guiar por el reconocimiento convencido de la
persona, de la del padre y de la madre ante todo, y también de
la de todos los demás miembros de la familia. La honra es una
actitud esencialmente desinteresada. Podría decirse que es «una
entrega sincera de la persona a la persona» y, en este sentido,
la honra coincide con el amor. Si el cuarto mandamiento exige
honrar al padre y a la madre, lo hace por el bien de la familia;
pero, precisamente por esto, presenta unas exigencias a los
mismos padres. ¡Padres —parece recordarles el precepto divino—,
actuad de modo que vuestro comportamiento merezca la honra
(y el amor) por parte de vuestros hijos! ¡No dejéis caer en
un «vacío moral» la exigencia divina de honra para vosotros! En
definitiva, se trata pues de una honra recíproca. El
mandamiento «honra a tu padre y a tu madre» dice indirectamente
a los padres: Honrad a vuestros hijos e hijas. Lo merecen porque
existen, porque son lo que son: esto es válido desde el primer
momento de su concepción. Así, este mandamiento, expresando el
vínculo íntimo de la familia, manifiesta el fundamento de su
cohesión interior.
El mandamiento
prosigue: «para que se prolonguen tus días sobre la tierra
que el Señor, tu Dios, te va a dar» (Ex 20, 12). Este
«para que» podría dar la impresión de un cálculo «utilitarista»:
honrar con miras a la futura longevidad. Entre tanto, decimos
que esto no disminuye el significado esencial del imperativo
«honra», vinculado por su naturaleza con una actitud
desinteresada. Honrar nunca significa: «prevé las ventajas».
Sin embargo, no es fácil reconocer que de la actitud de honra
recíproca, existente entre los miembros de la comunidad
familiar, deriva también una ventaja de naturaleza diversa.
La «honra» es ciertamente útil, como «útil» es todo
verdadero bien.
La familia realiza,
ante todo, el bien del «estar juntos», bien por excelencia del
matrimonio (de ahí su indisolubilidad) y de la comunidad
familiar. Se lo podría definir, además, como bien de los
sujetos. En efecto, la persona es un sujeto y lo es también la
familia, al estar constituida por personas que, unidas por un
profundo vínculo de comunión, forman un único sujeto
comunitario. Asimismo, la familia es sujeto más que otras
instituciones sociales: lo es más que la nación, que el Estado,
más que la sociedad y que las organizaciones internacionales.
Estas sociedades, especialmente las naciones, gozan de
subjetividad propia en la medida en que la reciben de las
personas y de sus familias. ?Son, éstas, observaciones sólo
«teóricas», formuladas con el fin de «exaltar» la familia ante
la opinión pública? No, se trata más bien de otro modo de
expresar lo que es la familia. Y esto se deduce también del
cuarto mandamiento.
Es una verdad que
merece ser destacada y profundizada. En efecto, subraya la
importancia de este mandamiento incluso para el sistema moderno
de los derechos del hombre. Los ordenamientos
institucionales usan el lenguaje jurídico. En cambio, Dios dice:
«honra». Todos los «derechos del hombre» son, en definitiva,
frágiles e ineficaces, si en su base falta el imperativo:
«honra»; en otras palabras, si falta el reconocimiento del
hombre por el simple hecho de que es hombre, «este» hombre.
Por sí solos, los derechos no bastan.
Por tanto, no es
exagerado afirmar que la vida de las naciones, de los Estados y
de las organizaciones internacionales «pasa» a través de la
familia y «se fundamenta» en el cuarto mandamiento del Decálogo.
La época en que vivimos, no obstante las múltiples Declaraciones
de tipo jurídico que han sido elaboradas, está amenazada en
gran medida por la «alienación», como fruto de premisas
«iluministas» según las cuales el hombre es «más» hombre si es
«solamente» hombre. No es difícil descubrir cómo la alienación
de todo lo que de diversas formas pertenece a la plena riqueza
del hombre insidia nuestra época. Y esto repercute en la
familia. En efecto, la afirmación de la persona está
relacionada en gran medida con la familia y, por
consiguiente, con el cuarto mandamiento. En el designio de Dios
la familia es, bajo muchos aspectos, la primera escuela del ser
humano. ¡Sé hombre! —es el imperativo que en ella se
transmite—, hombre como hijo de la patria, como ciudadano del
Estado y, se dice hoy, como ciudadano del mundo. Quien ha dado
el cuarto mandamiento a la humanidad es un Dios «benévolo» con
el hombre, (filanthropos, decían los griegos). El Creador
del universo es el Dios del amor y de la vida. Él quiere
que el hombre tenga la vida y la tenga en abundancia, como
proclama Cristo (cf. Jn 10, 10): que tenga la vida ante
todo gracias a la familia.
Parece claro, pues,
que la «civilización del amor» está estrechamente relacionada
con la familia. Para muchos la civilización del amor
constituye todavía una pura utopía. En efecto, se cree que
el amor no puede ser exigido por nadie ni puede imponerse: sería
una elección libre que los hombres pueden aceptar o rechazar.
Hay parte de verdad
en todo esto. Sin embargo, está el hecho de que Jesucristo nos
dejó el mandamiento del amor, así como Dios había ordenado en el
monte Sinaí: «Honra a tu padre y a tu madre». Pues el amor no es
una utopía: ha sido dado al hombre como un cometido que cumplir
con la ayuda de la gracia divina. Ha sido encomendado al hombre
y a la mujer, en el sacramento del matrimonio, como principio
fontal de su «deber», y es para ellos el fundamento de su
compromiso recíproco: primero el conyugal, y luego el paterno y
materno. En la celebración del sacramento, los esposos se
entregan y se reciben recíprocamente, declarando su
disponibilidad a acoger y educar la prole. Aquí están las bases
de la civilización humana, la cual no puede definirse más que
como «civilización del amor».
La familia es
expresión y fuente de este amor; a través de ella pasa la
corriente principal de la civilización del amor, que
encuentra en la familia sus «bases sociales».
Los Padres de la
Iglesia, en la tradición cristiana, han hablado de la familia
como «iglesia doméstica», como «pequeña iglesia». Se referían
así a la civilización del amor como un posible sistema de vida y
de convivencia humana. «Estar juntos» como familia, ser los unos
para los otros, crear un ámbito comunitario para la afirmación
de cada hombre como tal, de «este» hombre concreto. A veces
puede tratarse de personas con limitaciones físicas o psíquicas,
de las cuales prefiere liberarse la sociedad llamada
«progresista». Incluso la familia puede llegar a comportarse
como dicha sociedad. De hecho lo hace cuando se libra fácilmente
de quien es anciano o está afectado por malformaciones o sufre
enfermedades. Se actúa así porque falta la fe en aquel Dios
por el cual «todos viven» (Lc 20, 38) y están
llamados a la plenitud de la vida.
Sí, la
civilización del amor es posible, no es una utopía. Pero es
posible sólo gracias a una referencia constante y viva a «Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien proviene toda
paternidad 1 en el mundo» (cf. Ef 3, 14-15); de quien
proviene cada familia humana.
La educación
16. ?En qué
consiste la educación? Para responder a esta pregunta hay
que recordar dos verdades fundamentales. La primera es que el
hombre está llamado a vivir en la verdad y en el amor. La
segunda es que cada hombre se realiza mediante la entrega
sincera de sí mismo. Esto es válido tanto para quien educa como
para quien es educado. La educación es, pues, un proceso
singular en el que la recíproca comunión de las personas está
llena de grandes significados. El educador es una persona
que «engendra» en sentido espiritual. Bajo esta
perspectiva, la educación puede ser considerada un verdadero
apostolado. Es una comunicación vital, que no sólo establece
una relación profunda entre educador y educando, sino que hace
participar a ambos en la verdad y en el amor, meta final a la
que está llamado todo hombre por parte de Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo.
La paternidad y la
maternidad suponen la coexistencia y la interacción de sujetos
autónomos. Esto es bien evidente en la madre cuando concibe un
nuevo ser humano. Los primeros meses de su presencia en el seno
materno crean un vínculo particular, que ya tiene un valor
educativo. La madre, ya durante el embarazo, forma no
sólo el organismo del hijo, sino indirectamente toda su
humanidad. Aunque se trate de un proceso que va de la madre
hacia el hijo, no debe olvidarse la influencia específica que el
que está para nacer ejerce sobre la madre. En esta influencia
recíproca, que se manifestará exteriormente después de nacer
el niño, no participa directamente el padre. Sin embargo, él
debe colaborar responsablemente ofreciendo sus cuidados y su
apoyo durante el embarazo e incluso, si es posible, en el
momento del parto.
Para la «civilización
del amor» es esencial que el hombre sienta la maternidad de
la mujer, su esposa, como un don. En efecto, ello influye
enormemente en todo el proceso educativo. Mucho depende de su
disponibilidad a tomar parte de manera adecuada en esta primera
fase de donación de la humanidad, y a dejarse implicar, como
marido y padre, en la maternidad de su mujer.
La educación es,
pues, ante todo una «dádiva» de humanidad por parte de ambos
padres: ellos transmiten juntos su humanidad madura al
recién nacido, el cual, a su vez, les da la novedad y el frescor
de la humanidad que trae consigo al mundo. Esto se verifica
incluso en el caso de niños marcados por limitaciones psíquicas
o físicas. Es más, en tal caso su situación puede desarrollar
una fuerza educativa muy particular.
Con razón, pues, la
Iglesia pregunta durante el rito del matrimonio: «?Estáis
dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente los
hijos, y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?»39.
El amor conyugal se manifiesta en la educación, como verdadero
amor de padres. La «comunión de personas», que al comienzo de la
familia se expresa como amor conyugal, se completa y se
perfecciona extendiéndose a los hijos con la educación. La
potencial riqueza, constituida por cada hombre que nace y crece
en la familia, es asumida responsablemente de modo que no
degenere ni se pierda, sino que se realice en una humanidad cada
vez más madura. Esto es también un dinamismo de reciprocidad,
en el cual los padres-educadores son, a su vez, educados en
cierto modo. Maestros de humanidad de sus propios hijos, la
aprenden de ellos. Aquí emerge evidentemente la estructura
orgánica de la familia y se manifiesta el significado
fundamental del cuarto mandamiento.
El «nosotros» de
los padres, marido y mujer, se desarrolla, por medio de la
generación y de la educación, en el «nosotros» de la familia,
que deriva de las generaciones precedentes y se abre a una
gradual expansión. A este respecto, desempeñan un papel
singular, por un lado, los padres de los padres y, por otro, los
hijos de los hijos.
Si al dar la vida
los padres colaboran en la obra creadora de Dios, mediante
la educación participan de su pedagogía paterna y materna a
la vez. La paternidad divina, según san Pablo, es el modelo
originario de toda paternidad y maternidad en el cosmos (cf.
Ef 3, 14-15), especialmente de la maternidad y paternidad
humanas. Sobre la pedagogía divina nos ha enseñado plenamente el
Verbo eterno del Padre, que al encarnarse ha revelado al hombre
la dimensión verdadera e integral de su humanidad: la filiación
divina. Y así ha revelado también cuál es el verdadero
significado de la educación del hombre. Por medio de Cristo
toda educación, en familia y fuera de ella, se inserta en
la dimensión salvífica de la pedagogía divina, que está
dirigida a los hombres y a las familias, y que culmina en el
misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor. De este
«centro» de nuestra redención arranca todo proceso de educación
cristiana, que al mismo tiempo es siempre educación para la
plena humanidad.
Los padres son
los primeros y principales educadores de sus propios
hijos, y en este campo tienen incluso una competencia
fundamental: son educadores por ser padres. Comparten
su misión educativa con otras personas e instituciones, como la
Iglesia y el Estado. Sin embargo, esto debe hacerse siempre
aplicando correctamente el principio de subsidiariedad.
Esto implica la legitimidad e incluso el deber de una ayuda a
los padres, pero encuentra su límite intrínseco e insuperable en
su derecho prevalente y en sus posibilidades efectivas. El
principio de subsidiariedad, por tanto, se pone al servicio del
amor de los padres, favoreciendo el bien del núcleo familiar. En
efecto, los padres no son capaces de satisfacer por sí solos las
exigencias de todo el proceso educativo, especialmente lo que
atañe a la instrucción y al amplio sector de la socialización.
La subsidiariedad completa así el amor paterno y materno,
ratificando su carácter fundamental, porque cualquier otro
colaborador en el proceso educativo debe actuar en nombre de
los padres, con su consentimiento y, en cierto modo, incluso
por encargo suyo.
El proceso educativo
lleva a la fase de la autoeducación, que se alcanza
cuando, gracias a un adecuado nivel de madurez psicofísica, el
hombre empieza a «educarse él solo». Con el paso de los
años, la autoeducación supera las metas alcanzadas previamente
en el proceso educativo, en el cual, sin embargo, sigue teniendo
sus raíces. El adolescente encuentra nuevas personas y nuevos
ambientes, concretamente los maestros y compañeros de escuela,
que ejercen en su vida una influencia que puede resultar
educativa o antieducativa.
En esta etapa se
aleja, en cierto modo, de la educación recibida en familia,
asumiendo a veces una actitud crítica con los padres. Pero, a
pesar de todo, el proceso de autoeducación está marcado por la
influencia educativa ejercida por la familia y por la escuela
sobre el niño y sobre el muchacho. El joven, transformándose y
encaminándose también en la propia dirección, sigue quedando
íntimamente vinculado a sus raíces existenciales.
Sobre esta
perspectiva se perfila, de manera nueva, el significado del
cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre» (Ex
20, 12), el cual está relacionado orgánicamente con todo el
proceso educativo. La paternidad y maternidad, elemento primero
y fundamental en el proceso de dar la humanidad, abren
ante los padres y los hijos perspectivas nuevas y más profundas.
Engendrar según la carne significa preparar la ulterior
«generación», gradual y compleja, mediante todo el proceso
educativo. El mandamiento del Decálogo exige al hijo que honre a
su padre y a su madre; pero, como ya se ha dicho, el mismo
mandamiento impone a los padres un deber en cierto modo
«simétrico». Ellos también deben «honrar» a sus propios hijos,
sean pequeños o grandes, y esta actitud es indispensable durante
todo el proceso educativo, incluido el escolar. El «principio
de honrar», es decir, el reconocimiento y el respeto del
hombre como hombre, es la condición fundamental de todo proceso
educativo auténtico.
En el ámbito de la
educación la Iglesia tiene un papel específico que
desempeñar. A la luz de la tradición y del magisterio conciliar,
se puede afirmar que no se trata sólo deconfiar a la Iglesia
la educación religioso-moral de la persona, sino de promover
todo el proceso educativo de la persona «junto con» la
Iglesia. La familia está llamada a desempeñar su deber
educativo en la Iglesia, participando así en la vida y en
la misión eclesial. La Iglesia desea educar sobre todo por
medio de la familia, habilitada para ello por el sacramento,
con la correlativa «gracia de estado» y el específico «carisma»
de la comunidad familiar.
Uno de los campos en
los que la familia es insustituible es ciertamente el de la
educación religiosa, gracias a la cual la familia crece como
«iglesia doméstica». La educación religiosa y la catequesis de
los hijos sitúan a la familia en el ámbito de la Iglesia como un
verdadero sujeto de evangelización y de apostolado. Se
trata de un derecho relacionado íntimamente con el principio
de la libertad religiosa. Las familias, y más concretamente
los padres, tienen la libre facultad de escoger para sus hijos
un determinado modelo de educación religiosa y moral, de acuerdo
con las propias convicciones. Pero incluso cuando confían estos
cometidos a instituciones eclesiásticas o a escuelas dirigidas
por personal religioso, es necesario que su presencia educativa
siga siendo constante y activa.
No hay que descuidar,
en el contexto de la educación, la cuestión esencial del
discernimiento de la vocación y, en éste, la preparación
para la vida matrimonial, en particular. Son notables los
esfuerzos e iniciativas emprendidas por la Iglesia de cara a la
preparación para el matrimonio, por ejemplo, los cursillos
prematrimoniales. Todo esto es válido y necesario; pero no hay
que olvidar que la preparación para la futura vida de pareja es
cometido sobre todo de la familia. Ciertamente, sólo las
familias espiritualmente maduras pueden afrontar de manera
adecuada esta tarea. Por esto se subraya la exigencia de una
particular solidaridad entre las familias, que puede
expresarse mediante diversas formas organizativas, como las
asociaciones de familias para las familias. La institución
familiar sale reforzada de esta solidaridad, que acerca entre sí
no sólo a los individuos, sino también a las comunidades,
comprometiéndolas a rezar juntas y a buscar con la ayuda de
todos las respuestas a las preguntas esenciales que plantea la
vida. ?No es ésta una forma maravillosa de apostolado de las
familias entre sí? Es importante que las familias traten de
construir entre ellas lazos de solidaridad. Esto, sobre todo,
les permite prestarse mutuamente un servicio educativo común:
los padres son educados por medio de otros padres, los hijos por
medio de otros hijos. Se crea así una peculiar tradición
educativa, que encuentra su fuerza en el carácter de «iglesia
doméstica», que es propio de la familia.
Es el evangelio
del amor la fuente inagotable de todo lo que nutre a la
familia como «comunión de personas». En el amor encuentra ayuda
y significado definitivo todo el proceso educativo, como fruto
maduro de la recíproca entrega de los padres. A través de los
esfuerzos, sufrimientos y desilusiones, que acompañan la
educación de la persona, el amor no deja de estar sometido a un
continuo examen. Para superar esta prueba se necesita una fuerza
espiritual que se encuentra sólo en Aquel que «amó hasta el
extremo» (Jn 13, 1). De este modo, la educación se
sitúa plenamente en el horizonte de la «civilización del amor»;
depende de ella y, en gran medida, contribuye a construirla.
La Iglesia ora de
forma incesante y confiada durante el Año de la familia por
la educación del hombre, para que las familias perseveren en
su deber educativo con valentía, confianza y esperanza, a pesar
de las dificultades a veces tan graves que parecen insuperables.
La Iglesia reza para que venzan las fuerzas de la «civilización
del amor», que brotan de la fuente del amor de Dios; fuerzas que
la Iglesia emplea sin cesar para el bien de toda la familia
humana.
La familia y la
sociedad
17. La familia es una
comunidad de personas, la célula social más pequeña y, como tal,
es una institución fundamental para la vida de toda
sociedad.
La familia como
institución, ?qué espera de la sociedad? Ante todo que sea
reconocida en su identidad y aceptada en su naturaleza de
sujeto social. Ésta va unida a la identidad propia del
matrimonio y de la familia. El matrimonio, que es la base de la
institución familiar, está formado por la alianza «por la que el
varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la
vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los
cónyuges y a la generación y educación de la prole»40. Sólo una
unión así puede ser reconocida y confirmada como «matrimonio» en
la sociedad. En cambio, no lo pueden ser las otras uniones
interpersonales que no responden a las condiciones recordadas
antes, a pesar de que hoy día se difunden, precisamente sobre
este punto, corrientes bastante peligrosas para el futuro de la
familia y de la misma sociedad.
¡Ninguna sociedad
humana puede correr el riesgo del permisivismo en cuestiones de
fondo relacionadas con la esencia del matrimonio y de la
familia! Semejante permisivismo moral llega a perjudicar las
auténticas exigencias de paz y de comunión entre los hombres.
Así se comprende por qué la Iglesia defiende con energía la
identidad de la familia y exhorta a las instituciones
competentes, especialmente a los responsables de la política,
así como a las organizaciones internacionales, a no caer en la
tentación de una aparente y falsa modernidad.
La familia, como
comunidad de amor y de vida, es una realidad social sólidamente
arraigada y, a su manera, una sociedad soberana, aunque
condicionada en varios aspectos. La afirmación de la soberanía
de la institución-familia y la constatación de sus múltiples
condicionamientos inducen a hablar de los derechos de la
familia. A este respecto, la Santa Sede publicó en el año
1983 la Carta de los derechos de la familia, que conserva
aún hoy toda su actualidad.
Los derechos de la
familia están íntimamente relacionados con los derechos del
hombre. En efecto, si la familia es comunión de personas, su
autorrealización depende en medida significativa de la justa
aplicación de los derechos de las personas que la componen.
Algunos de estos derechos atañen directamente a la familia, como
el derecho de los padres a la procreación responsable y a la
educación de la prole; en cambio, otros derechos atañen al
núcleo familiar sólo indirectamente. Entre éstos, tienen
singular importancia el derecho a la propiedad, especialmente la
llamada propiedad familiar, y el derecho al trabajo.
Sin embargo, los
derechos de la familia no son simplemente la suma matemática
de los derechos de la persona, siendo la familia algo más
que la suma de sus miembros considerados singularmente. La
familia es comunidad de padres e hijos; a veces, comunidad de
diversas generaciones. Por esto, su subjetividad, que se
construye sobre la base del designio de Dios, fundamenta y exige
derechos propios y específicos. La Carta de los derechos de
la familia, partiendo de los mencionados principios morales,
consolida la existencia de la institución familiar en el orden
social y jurídico de la «gran» sociedad: la nación, el Estado y
las comunidades internacionales. Cada una de estas «grandes»
sociedades debe tener en cuenta, al menos indirectamente, la
existencia de la familia; por esto, la definición de los
cometidos y deberes de la «gran» sociedad para con la familia es
una cuestión extremamente importante y esencial.
En primer lugar está
el vínculo casi orgánico que se instaura entre familia y
nación. Naturalmente, no en todos los casos se puede hablar
de nación en sentido propio. Pues existen grupos étnicos que,
aun no pudiendo considerarse verdaderas naciones, sin embargo
realizan en cierto modo la función de «gran» sociedad. Tanto en
una como en otra hipótesis, el vínculo de la familia con el
grupo étnico o con la nación se basa ante todo en la
participación en la cultura. Los padres engendran a los
hijos, en cierto sentido, también para la Nación, para que sean
miembros suyos y participen de su patrimonio histórico y
cultural. Desde el principio, la identidad de la familia se va
delineando en cierto modo sobre la base de la identidad de la
nación a la que pertenece.
La familia, al
participar del patrimonio cultural de la nación, contribuye a la
soberanía específica que deriva de la propia cultura y
lengua. Hablé de este tema en la Asamblea de la UNESCO en París,
en 1980, y a ello me he referido luego varias veces por su
innegable importancia. Por medio de la cultura y de la lengua,
no sólo la nación, sino toda familia, encuentra su soberanía
espiritual. De otro modo sería difícil explicar muchos
acontecimientos de la historia de los pueblos, especialmente
europeos; acontecimientos antiguos y modernos, alentadores y
dolorosos, de victorias y derrotas, que muestran cómo la familia
está orgánicamente vinculada a la nación, y la nación a la
familia.
Ante el Estado,
este vínculo de la familia es en parte semejante y en parte
distinto. En efecto, el Estado se distingue de la nación por su
estructura menos «familiar», al estar organizado según un
sistema político y de forma más «burocrática». No obstante, el
sistema estatal tiene también, en cierto modo, su «alma», en la
medida en que responde a su naturaleza de «comunidad política»
jurídicamente ordenada al bien común41. Este «alma» establece
una relación estrecha entre la familia y el Estado, precisamente
en virtud del principio de subsidiariedad. En efecto, la
familia es una realidad social que no dispone de todos los
medios necesarios para realizar sus propios fines, incluso en el
campo de la instrucción y de la educación. El Estado está
llamado entonces a intervenir en virtud del mencionado
principio: allí donde la familia es autosuficiente, hay que
dejarla actuar autónomamente; una excesiva intervención del
Estado resultaría perjudicial, además de irrespetuosa, y
constituiría una violación patente de los derechos de la
familia; sólo allí donde la familia no es autosuficiente, el
Estado tiene la facultad y el deber de intervenir.
Además del ámbito de
la educación y de la instrucción a todos los niveles, la ayuda
estatal —que de todas formas no debe excluir las iniciativas
privadas— se realiza, por ejemplo, en las instituciones que se
preocupan de salvaguardar la vida y la salud de los ciudadanos,
y, de modo particular, con las medidas de previsión en el mundo
del trabajo. El desempleo constituye, en nuestra época,
una de las amenazas más serias para la vida familiar y preocupa
con razón a toda la sociedad. Supone un reto para la política de
cada Estado y un objeto de reflexión para la doctrina social de
la Iglesia. Por lo cual, es indispensable y urgente poner
remedio a ello con soluciones valientes que miren, más allá de
las fronteras nacionales, a tantas familias a las cuales la
falta de trabajo lleva a una situación de dramática miseria42.
Hablando del trabajo
con relación a la familia, es oportuno subrayar la importancia y
el peso de la actividad laboral de las mujeres dentro del
núcleo familiar43. Esta actividad debe ser reconocida y
valorizada al máximo. La «fatiga» de la mujer —que, después
de haber dado a luz un hijo, lo alimenta, lo cuida y se ocupa de
su educación, especialmente en los primeros años— es tan grande
que no hay que temer la confrontación con ningún trabajo
profesional. Esto hay que afirmarlo claramente, como se
reivindica cualquier otro derecho relativo al trabajo. La
maternidad, con todos los esfuerzos que comporta, debe obtener
también un reconocimiento económico igual al menos que el de los
demás trabajos afrontados para mantener la familia en una fase
tan delicada de su existencia.
Conviene hacer
realmente todos los esfuerzos posibles para que la familia sea
reconocida como sociedad primordial y, en cierto modo,
«soberana». Su «soberanía» es indispensable para el bien
de la sociedad. Una nación verdaderamente soberana y
espiritualmente fuerte está formada siempre por familias
fuertes, conscientes de su vocación y de su misión en la
historia. La familia está en el centro de todos estos
problemas y cometidos: relegarla a un papel subalterno y
secundario, excluyéndola del lugar que le compete en la
sociedad, significa causar un grave daño al auténtico
crecimiento de todo el cuerpo social.
II
EL ESPOSO ESTÁ CON
VOSOTROS
En Caná de
Galilea
18. Jesús, hablando
un día con los discípulos de Juan, alude a una invitación para
una boda y a la presencia del esposo entre los invitados: «El
esposo está con ellos» (cf. Mt 9, 15). Indicaba así el
cumplimiento, en su persona, de la imagen de Dios-esposo, ya
utilizada en el Antiguo Testamento, para revelar plenamente el
misterio de Dios como misterio de amor.
Presentándose como
«esposo», Jesús revela, pues, la esencia de Dios y confirma su
amor inmenso por el hombre. Pero la elección de esta imagen
ilumina indirectamente también la profunda verdad del amor
esponsal. En efecto, usándola para hablar de Dios, Jesús muestra
cómo la paternidad y el amor de Dios se reflejan en el amor de
un hombre y de una mujer que se unen en matrimonio. Por esto, al
comienzo de su misión, Jesús se encuentra en Caná de Galilea
para participar en un banquete de bodas, junto con María y
los primeros discípulos (cf. Jn 2, 1-11). Con ello trata
de demostrar que la verdad de la familia está inscrita en la
Revelación de Dios y en la historia de la salvación. En el
Antiguo Testamento, y especialmente en los profetas, se
encuentran palabras muy hermosas sobre el amor de Dios:
un amor solícito como el de una madre hacia su hijo, tierno como
el del esposo por la esposa, pero al mismo tiempo igual y
especialmente celoso; ante todo, no es un amor que castiga, sino
que perdona; un amor que se inclina ante el hombre como hace el
padre con el hijo pródigo, que lo levanta y lo hace partícipe de
la vida divina. Un amor que sorprende: novedad desconocida hasta
entonces en el mundo pagano.
En Caná de Galilea
Jesús es como el heraldo de la verdad divina sobre el
matrimonio; verdad sobre la que se puede apoyar la familia
humana, basándose firmemente en ella contra todas las pruebas de
la vida. Jesús anuncia esta verdad con su presencia en las bodas
de Caná y realizando su primera «señal»: el agua convertida en
vino.
Él anuncia también la
verdad sobre el matrimonio hablando con los fariseos y
explicando cómo el amor que viene de Dios, amor tierno y
esponsal, es fuente de exigencias profundas y radicales.
Menos exigente había sido Moisés, que permitió conceder acta de
divorcio. Cuando, en la fuerte controversia, los fariseos se
refieren a Moisés, Jesús responde categóricamente: «Al principio
no fue así» (Mt 19, 8). Y recuerda que Aquel que creó al
hombre, lo creó varón y mujer, y estableció: «Dejará el hombre a
su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán
una sola carne» (Gn 2, 24). Con lógica coherencia
concluye Jesús: «De manera que ya no son dos, sino una sola
carne. Pues bien, lo que Dios ha unido que no lo separe el
hombre» (Mt 19, 6). A la objeción de los fariseos, que
defienden la ley mosaica, responde Jesús: «Moisés, teniendo en
cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a
vuestras mujeres; pero al principio no fue así» (Mt 19,
8).
Jesús se refiere «al
principio», encontrando en los orígenes mismos de la creación el
designio de Dios, sobre el que se fundamenta la familia y, a
través de ella, toda la historia de la humanidad. La realidad
natural del matrimonio se convierte, por voluntad de Cristo, en
verdadero sacramento de la nueva alianza, marcado por el sello
de la sangre redentora de Cristo. ¡Esposos y familias,
acordaos del precio con el que habéis sido «comprados»! (cf.
1 Co 6, 20).
Sin embargo, esta
maravillosa verdad es humanamente difícil de ser aceptada
y vivida. ¡Cómo asombrarse de la concesión de Moisés ante las
peticiones de sus compatriotas, si también los mismos Apóstoles,
al escuchar las palabras del Maestro, le replican: «Si tal es la
condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta
casarse» (Mt 19, 10)! No obstante, por el bien del hombre
y de la mujer, de la familia y de toda la sociedad, Jesús
ratifica la exigencia puesta por Dios desde el principio; pero
al mismo tiempo, aprovecha la ocasión para afirmar el valor de
la opción de no casarse por el reino de Dios. Esta opción
permite «engendrar», aunque de manera diversa. En esta opción se
basan la vida consagrada, las órdenes y congregaciones
religiosas en Oriente y Occidente, así como la disciplina del
celibato sacerdotal, según la tradición de la Iglesia latina. No
es, pues, verdad que «no trae cuenta casarse», sino que el amor
por el reino de los Cielos puede llevar a no casarse (cf. Mt
19, 12).
Sin embargo, casarse
se considera la vocación ordinaria del hombre, la cual es
asumida por la mayor parte del pueblo de Dios. En la familia es
donde se forman las piedras vivas del edificio espiritual, del
que habla el apóstol Pedro (cf. 1 P 2, 5). Los cuerpos de
los esposos son morada del Espíritu Santo (cf. 1 Co 6,
19). Puesto que la transmisión de la vida divina supone la
transmisión de la vida humana, del matrimonio nacen no sólo los
hijos de los hombres, sino también, en virtud del bautismo, los
hijos adoptivos de Dios, que viven de la vida nueva recibida de
Cristo por medio de su Espíritu.
De este modo,
queridos hermanos y hermanas, esposos y padres, el Esposo
está con vosotros. Sabéis que él es el buen Pastor y que
conocéis su voz. Sabéis a dónde os lleva, cómo lucha para
procuraros los pastos en los que podréis encontrar la vida y
encontrarla en abundancia; sabéis cómo afronta los lobos
rapaces, dispuesto siempre a arrancar de sus fauces a las
ovejas: cada marido y cada mujer, cada hijo y cada hija, cada
miembro de vuestras familias. Sabéis que Cristo, como buen
pastor, está dispuesto a dar su vida por la grey (cf. Jn
10, 11). Él os conduce por sendas que no son escarpadas e
insidiosas como las de muchas ideologías contemporáneas; él
recuerda al mundo de hoy toda la verdad, como cuando se dirigía
a los fariseos o la anunciaba a los Apóstoles, los cuales la
predicaron después al mundo, proclamándola a los hombres de su
tiempo: judíos y griegos. Los discípulos eran muy conscientes de
que Cristo había renovado todo; de que el hombre había llegado a
ser una «nueva criatura»: «ya no hay judío ni griego; ni esclavo
ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois «uno»
en Cristo Jesús» (Ga 3, 28), revestidos de la dignidad de
hijos adoptivos de Dios. El día de Pentecostés, este hombre
recibió el Espíritu Paráclito, el Espíritu de verdad. Así empezó
el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, anticipación de un cielo
nuevo y de una tierra nueva (cf. Ap 21, 1).
Los Apóstoles, antes
temerosos incluso respecto al matrimonio y la familia, se
hicieron valientes. Comprendieron que el matrimonio y la familia
constituyen una verdadera vocación que proviene de Dios mismo,
un apostolado: el apostolado de los laicos. Éstos ayudan a la
transformación de la tierra y a la renovación del mundo, de la
creación y de toda la humanidad.
Queridas familias:
vosotras debéis ser también valientes y estar dispuestas siempre
a dar testimonio de la esperanza que tenéis (cf. 1 P 3,
15), porque ha sido depositada en vuestro corazón por el buen
Pastor mediante el Evangelio. Debéis estar dispuestas a seguir a
Cristo hacia los pastos que dan la vida y que él mismo ha
preparado con el misterio pascual de su muerte y resurrección.
¡No
tengáis miedo
de los
riesgos! ¡La fuerza divina es mucho más potente que vuestras
dificultades! Inmensamente más grande que el mal, que actúa en
el mundo, es la eficacia del sacramento de la reconciliación,
llamado acertadamente por los Padres de la Iglesia «segundo
bautismo». Mucho más impacto que la corrupción presente en el
mundo tiene la energía divina del sacramento de la
confirmación, que hace madurar el bautismo.
Incomparablemente más grande es, sobre todo, la fuerza de la
Eucaristía.
La Eucaristía
es un sacramento verdaderamente admirable. En él se ha quedado
Cristo mismo como alimento y bebida, como fuente de poder
salvífico para nosotros. Nos lo ha dejado para que tuviéramos
vida y la tuviéramos en abundancia (cf. Jn 10, 10): la
vida que tiene él y que nos ha transmitido con el don del
Espíritu, resucitando al tercer día después de la muerte. Es
efectivamente para nosotros la vida que procede de él. ¡Es
también para vosotros, queridos esposos, padres y familias!
?No instituyó él la Eucaristía en un contexto familiar, durante
la última cena? Cuando os reunís para comer y estáis unidos
entre vosotros, Cristo está cerca. Y todavía más, él es
el Emmanuel, Dios con nosotros, cuando os acercáis a la mesa
eucarística. Puede suceder que, como en Emaús, se le reconozca
solamente en la «fracción del pan» (cf. Lc 24, 35). A
veces también él está durante mucho tiempo ante la puerta y
llama, esperando que la puerta se abra para poder entrar y cenar
con nosotros (cf. Ap 3, 20). Su última cena y sus
palabras pronunciadas entonces conservan toda la fuerza y la
sabiduría del sacrificio de la cruz. No existe otra fuerza ni
otra sabiduría por medio de las cuales podamos salvarnos y
podamos contribuir a salvar a los demás. No hay otra fuerza ni
otra sabiduría mediante las cuales vosotros, padres, podáis
educar a vuestros hijos y también a vosotros mismos. La
fuerza educativa de la Eucaristía se ha consolidado a través
de las generaciones y de los siglos.
El buen Pastor está
con nosotros en todas partes. Igual que estaba en Caná de
Galilea, como Esposo entre los esposos que se entregaban
recíprocamente para toda la vida, el buen Pastor está hoy con
vosotros como motivo de esperanza, fuerza de los corazones,
fuente de entusiasmo siempre nuevo y signo de la victoria de la
«civilización del amor». Jesús, el buen Pastor, nos repite:
No tengáis miedo. Yo estoy con vosotros. «Estoy con vosotros
todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). ?De
dónde viene tanta fuerza? ?De dónde procede la certeza de que
tú, Hijo de Dios, estás con nosotros, aunque te hayan matado y
hayas muerto como todo ser humano? ?De dónde viene esta certeza?
Dice el evangelista: «Los amó hasta el extremo» (Jn 13,
1). Por esto, tú nos amas, tú que eres el primero y el último,
el que vive; tú que estuviste muerto, pero ahora estás vivo para
siempre (cf. Ap 1, 17-18).
El gran
misterio
19. San Pablo
sintetiza el tema de la vida familiar con la expresión: «gran
misterio» (cf. Ef 5, 32). Lo que escribe en la carta
a los Efesios sobre el «gran misterio», aunque está basado en el
libro del Génesis y en toda la tradición del Antiguo Testamento,
presenta, sin embargo, un planteamiento nuevo, que se
desarrollará posteriormente en el magisterio de la Iglesia.
La Iglesia profesa
que el matrimonio, como sacramento de la alianza de los esposos,
es un «gran misterio», ya que en él se manifiesta el amor
esponsal de Cristo por su Iglesia. Dice san Pablo: «Maridos,
amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se
entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola
mediante el baño del agua, en virtud de la palabra» (Ef
5, 25-26). El Apóstol se refiere aquí al bautismo, del cual
trata ampliamente en la carta a los Romanos, presentándolo como
participación en la muerte de Cristo para compartir su vida (cf.
Rm 6, 3-4). En este sacramento el creyente nace como
hombre nuevo, pues el bautismo tiene el poder de transmitir una
vida nueva, la vida misma de Dios. El misterio de Dios-hombre se
compendia, en cierto modo, en el acontecimiento bautismal:
«Jesucristo nuestro Señor, Hijo de Dios —dirá más tarde san
Ireneo, y con él varios Padres de la Iglesia de Oriente y de
Occidente— se hizo hijo del hombre para que el hombre pudiera
llegar a ser hijo de Dios»44.
El Esposo es, pues,
el mismo Dios que se hizo hombre. En la antigua alianza, el
Señor se presenta como el esposo de Israel, pueblo elegido: un
esposo tierno y exigente, celoso y fiel. Todas las traiciones,
deserciones e idolatrías de Israel, descritas de modo dramático
y sugestivo por los profetas, no logran apagar el amor con que
el Dios-esposo «ama hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1).
Cristo, en la nueva
alianza, consolida y lleva a cabo la comunión esponsal entre
Dios y su pueblo. Cristo mismo nos asegura que el Esposo está
con nosotros (cf. Mt 9, 15). Está con todos nosotros y
está con la Iglesia. La Iglesia se convierte en esposa:
esposa de Cristo. Esta esposa, de la que habla la carta a los
Efesios, se hace presente en cada bautizado y es como una
persona que se ofrece a la mirada de su esposo: «Amó a la
Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para... presentársela
resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni
cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5,
25-27). El amor, con que el esposo «amó hasta el extremo» a la
Iglesia, hace que ella se renueve siempre y sea santa en sus
santos, aunque no deja de ser una Iglesia de pecadores. Incluso
los pecadores, «los publicanos y las prostitutas», están
llamados a la santidad, como afirma Cristo mismo en el evangelio
(cf. Mt 21, 31). Todos están llamados a ser Iglesia
gloriosa, santa e inmaculada. «Sed santos —dice el Señor— pues
yo soy santo» (Lv 11, 44; cf. 1 P 1, 16).
Ésta es la más alta
dimensión del «gran misterio», el significado interior del
don sacramental en la Iglesia, el significado más profundo
del bautismo y de la Eucaristía. Son los frutos del amor con que
el Esposo ha amado hasta el extremo; amor que se difunde
constantemente, concediendo a los hombres una creciente
participación en la vida divina.
San Pablo, después de
decir: «Maridos, amad a vuestras mujeres» (Ef 5, 25), con
mayor fuerza aún añade a continuación: «Así deben amar los
maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a
su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su
propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo
mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo»
(Ef 5, 28-30). Y exhorta a los esposos: «Sed sumisos los
unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21).
Éste es ciertamente
un nuevo modo de presentar la verdad eterna sobre el matrimonio
y la familia a la luz de la nueva alianza. Cristo la reveló en
el evangelio, con su presencia en Caná de Galilea, con el
sacrificio de la cruz y los sacramentos de su Iglesia. Así, los
esposos tienen en Cristo un punto de referencia para su amor
esponsal. Al hablar de Cristo esposo de la Iglesia, san
Pablo se refiere de modo análogo al amor esponsal y alude al
libro del Génesis: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su
madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne» (Gn
2, 24). Éste es el «gran misterio» del amor eterno ya
presente antes en la creación, revelado en Cristo y confiado a
la Iglesia. «Gran misterio es éste —repite el Apóstol—, lo digo
respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef 5, 32). No se puede,
pues, comprender a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo,
como signo de la alianza del hombre con Dios en Cristo, como
sacramento universal de salvación, sin hacer referencia al «gran
misterio», unido a la creación del hombre varón y mujer, y a su
vocación para el amor conyugal, a la paternidad y a la
maternidad. No existe el «gran misterio», que es la Iglesia y la
humanidad en Cristo, sin el «gran misterio» expresado en el ser
«una sola carne» (cf. Gn 2, 24; Ef 5, 31-32), es
decir, en la realidad del matrimonio y de la familia.
La familia misma es
el gran misterio de Dios. Como «iglesia doméstica», es la
esposa de Cristo. La Iglesia universal, y dentro de ella
cada Iglesia particular, se manifiesta más inmediatamente como
esposa de Cristo en la «iglesia doméstica» y en el amor que se
vive en ella: amor conyugal, amor paterno y materno, amor
fraterno, amor de una comunidad de personas y de generaciones.
?Acaso se puede imaginar el amor humano sin el esposo y sin el
amor con que él amó primero hasta el extremo? Sólo si participan
en este amor y en este «gran misterio» los esposos pueden amar
«hasta el extremo»: o se hacen partícipes del mismo, o bien no
conocen verdaderamente lo que es el amor y la radicalidad de sus
exigencias. Esto constituye indudablemente un grave peligro para
ellos.
La enseñanza de la
carta a los Efesios asombra por su profundidad y su fuerza
ética. Mostrando el matrimonio, e indirectamente la familia,
como el «gran misterio» referido a Cristo y a la Iglesia, el
apóstol Pablo puede repetir una vez más lo que había dicho
previamente a los maridos: «¡Que cada uno ame a su mujer como a
sí mismo!» Y añade después: «¡Y la mujer, que respete al
marido!» (Ef 5, 33). Respetuosa porque ama y sabe que es
amada. En virtud de este amor los esposos se convierten en
don recíproco. El amor incluye el reconocimiento de la
dignidad personal del otro y de su irrepetible unicidad; en
efecto, cada uno de ellos, como ser humano, ha sido elegido por
sí mismo45, por parte de Dios, entre todas las criaturas de la
tierra; sin embargo, cada uno, mediante un acto consciente y
responsable, hace libremente una entrega de sí mismo al otro y a
los hijos recibidos del Señor. San Pablo prosigue su exhortación
refiriéndose significativamente al cuarto mandamiento: «Hijos,
obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo.
"Honra a tu padre y a tu madre", tal es el primer mandamiento
que lleva consigo una promesa: "Para que seas feliz y se
prolongue tu vida sobre la tierra". Padres, no exasperéis a
vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción
y la corrección según el Señor» (Ef 6, 1-4). El Apóstol
ve, pues, en el cuarto mandamiento el compromiso implícito del
respeto recíproco entre marido y mujer, entre padres e hijos,
reconociendo así en ello el principio de la cohesión
familiar.
La admirable síntesis
paulina a propósito del «gran misterio» se presenta como el
resumen, la suma, en cierto sentido, de la enseñanza
sobre Dios y sobre el hombre, llevada a cabo por Cristo. Por
desgracia el pensamiento occidental, con el desarrollo del
racionalismo moderno, se ha ido alejando de esta enseñanza.
El filósofo que formuló el principio «Cogito, ergo sum»:
«Pienso, luego existo», ha marcado también la moderna concepción
del hombre con el carácter dualista que la distingue. Es
propio del racionalismo contraponer de modo radical en el hombre
el espíritu al cuerpo y el cuerpo al espíritu. En cambio, el
hombre es persona en la unidad de cuerpo y espíritu46. El cuerpo
nunca puede reducirse a pura materia: es un cuerpo
«espiritualizado», así como el espíritu está tan
profundamente unido al cuerpo que se puede definir como un
espíritu «corporeizado». La fuente más rica para el
conocimiento del cuerpo es el Verbo hecho carne. Cristo
revela el hombre al hombre 47. Esta afirmación del concilio
Vaticano II es, en cierto sentido, la respuesta, esperada desde
hacía mucho tiempo, que la Iglesia ha dado al racionalismo
moderno.
Esta respuesta tiene
una importancia fundamental para comprender la familia,
especialmente en la perspectiva de la civilización actual, que,
como se ha dicho, parece haber renunciado en tantos casos a ser
una «civilización del amor». En la era moderna se ha progresado
mucho en el conocimiento del mundo material y también de la
psicología humana, pero respecto a su dimensión más íntima, la
dimensión metafísica, el hombre de hoy es en gran parte un
ser desconocido para sí mismo; por ello, podemos decir
también que la familia es una realidad desconocida. Esto
sucede cuando se aleja de aquel «gran misterio» del que habla el
Apóstol.
La separación entre
espíritu y cuerpo en el hombre ha tenido como consecuencia que
se consolide la tendencia a tratar el cuerpo humano no según las
categorías de su específica semejanza con Dios, sino según las
de su semejanza con los demás cuerpos del mundo creado,
utilizados por el hombre como instrumentos de su actividad para
la producción de bienes de consumo. Pero todos pueden comprender
inmediatamente cómo la aplicación de tales criterios al hombre
conlleva enormes peligros. Cuando el cuerpo humano, considerado
independientemente del espíritu y del pensamiento, es utilizado
como un material al igual que el de los animales —esto
sucede, por ejemplo, en las manipulaciones de embriones y
fetos—, se camina inevitablemente hacia una terrible derrota
ética.
En semejante
perspectiva antropológica, la familia humana vive la experiencia
de un nuevo maniqueísmo, en el cual el cuerpo y el
espíritu son contrapuestos radicalmente entre sí: ni el cuerpo
vive del espíritu, ni el espíritu vivifica el cuerpo. Así el
hombre deja de vivir como persona y sujeto. No obstante
las intenciones y declaraciones contrarias, se convierte
exclusivamente en objeto. De este modo, por ejemplo, dicha
civilización neomaniquea lleva a considerar la sexualidad humana
más como terreno de manipulación y explotación, que como
la realidad de aquel asombro originario que, en la mañana
de la creación, movió a Adán a exclamar ante Eva: «Es hueso de
mis huesos y carne de mi carne» (Gn 2, 23). Es el asombro
que reflejan las palabras del Cantar de los cantares: «Me
robaste el corazón, hermana mía, novia, me robaste el corazón
con una mirada tuya» (Ct 4, 9). ¡Qué lejos están, ciertas
concepciones modernas de comprender profundamente la
masculinidad y la femineidad presentadas por la Revelación
divina! Ésta nos lleva a descubrir en la sexualidad humana
una riqueza de la persona, que encuentra su verdadera
valoración en la familia y expresa también su vocación profunda
en la virginidad y en el celibato por el reino de Dios.
El racionalismo
moderno no soporta el misterio. No acepta el misterio del
hombre, varón y mujer, ni quiere reconocer que la verdad plena
sobre el hombre ha sido revelada en Jesucristo. Concretamente,
no tolera el «gran misterio», anunciado en la carta a los
Efesios, y lo combate de modo radical. Si, en un contexto de
vago deísmo, descubre la posibilidad y hasta la necesidad de un
Ser supremo divino, rechaza firmemente la noción de un Dios que
se hace hombre para salvar al hombre. Para el racionalismo es
impensable que Dios sea el Redentor, y menos que sea «el
Esposo», fuente originaria y única del amor esponsal humano.
El racionalismo interpreta la creación y el significado de la
existencia humana de manera radicalmente diversa; pero si el
hombre pierde la perspectiva de un Dios que lo ama y, mediante
Cristo, lo llama a vivir en él y con él; si a la familia no se
le da la posibilidad de participar en el «gran misterio», ?qué
queda sino la sola dimensión temporal de la vida? Queda
la vida temporal como terreno de lucha por la existencia, de
búsqueda afanosa de la ganancia, la económica ante todo.
El «gran misterio»,
el sacramento del amor y de la vida, que tiene su inicio en la
creación y en la redención, y del cual esgarante
Cristo-esposo, ha perdido en la mentalidad moderna sus
raíces más profundas. Está amenazado en nosotros y a nuestro
alrededor. Que el Año de la familia, celebrado en la Iglesia, se
convierta para los esposos en una ocasión propicia para
descubrirlo y afirmarlo con fuerza, valentía y entusiasmo.
La Madre del
amor hermoso
20. La historia del
«amor hermoso» comienza en la Anunciación, con aquellas
admirables palabras que el ángel dirigió a María, llamada a ser
la Madre del Hijo de Dios. De este modo, Aquel que es «Dios de
Dios y Luz de Luz» se convierte en Hijo del hombre; María es su
Madre, sin dejar de ser la Virgen que «no conoce varón» (cf.
Lc 1, 34). Como Madre-Virgen, María se convierte enMadre
del amor hermoso. Esta verdad está ya revelada en las
palabras del arcángel Gabriel, pero su pleno significado será
confirmado y profundizado a medida que María siga al Hijo en la
peregrinación de la fe 48.
La «Madre del amor
hermoso» fue acogida por aquel que, según la tradición de
Israel, ya era su esposo terrenal, José, de la estirpe de
David. Él habría tenido derecho a considerar a la novia como
su mujer y madre de sus hijos. Sin embargo, Dios interviene en
esta alianza esponsal con su iniciativa: «José, hijo de David,
no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en
ella es del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). José es
consciente, ve con sus propios ojos que en María se ha concebido
una nueva vida que no proviene de él y por tanto, como hombre
justo, observante de la ley antigua, que en su caso imponía la
obligación de divorcio, quiere disolver de manera caritativa su
matrimonio (cf. Mt 1, 19). El ángel del Señor le hace
saber que esto no estaría de acuerdo con su vocación, más aún,
que sería contrario al amor esponsal que lo une a María. Este
amor esponsal recíproco, para que sea plenamente el «amor
hermoso», exige que José acoja a María y a su Hijo bajo el techo
de su casa, en Nazaret. José obedece el mensaje divino y actúa
según lo que le ha sido mandado (cf. Mt 1, 24). También
gracias a José el misterio de la Encarnación y, junto con
él, el misterio de la Sagrada Familia, se inscribe
profundamente en el amor esponsal del hombre y de la mujer e
indirectamente en la genealogía de cada familia humana. Lo que
Pablo llamará el «gran misterio» encuentra en la Sagrada Familia
su expresión más alta. La familia se sitúa así
verdaderamente en el centro de la nueva alianza.
Se puede decir
también que la historia del «amor hermoso» comenzó, en cierto
modo, con la primera pareja humana, Adán y Eva. La
tentación en la que cayeron y el consiguiente pecado original no
los privó completamente de la capacidad del «amor hermoso». Esto
se comprende leyendo, por ejemplo, en el libro de Tobías, que
los esposos Tobías y Sara, al explicar el significado de su
unión, se refieren a los primeros padres Adán y Eva (cf. Tb
8, 6). En la nueva alianza, lo atestigua también san Pablo
hablando de Cristo como nuevo Adán (cf. 1 Co 15, 45):
Cristo no viene a condenar al primer Adán y a la primera Eva,
sino a redimirlos; viene a renovar lo que es don de Dios en el
hombre, cuanto hay en él de eternamente bueno y bello, y que
constituye el substrato del amor hermoso. La historia del
«amor hermoso» es, en cierto sentido, la historia de la
salvación del hombre.
El «amor hermoso»
comienza siempre con la automanifestación de la persona. En
la creación Eva se manifiesta a Adán; a lo largo de la historia
las esposas se manifiestan a sus esposos, las nuevas parejas
humanas se dicen recíprocamente: «Caminaremos juntos en la
vida». Así comienza la familia como unión de los dos y, en
virtud del sacramento, como nueva comunidad en Cristo. El
amor, para que sea realmente hermoso, debe ser don de Dios,
derramado por el Espíritu Santo en los corazones humanos y
alimentado continuamente en ellos (cf. Rm 5, 5). Bien
consciente de esto, la Iglesia pide en el sacramento del
matrimonio al Espíritu Santo que visite los corazones humanos.
Para que el «amor hermoso» sea verdaderamente así, es decir, don
de la persona a la persona, debe provenir de Aquél que es Don y
fuente de todo don.
Así sucede en el
evangelio respecto a María y José, los cuales, en el umbral de
la nueva alianza, viven la experiencia del «amor hermoso»
descrito en el Cantar de los cantares. José piensa y dice de
María: «Hermana mía, novia» (Ct 4, 9). María, Madre de
Dios, concibe por obra del Espíritu Santo, del cual proviene el
«amor hermoso», que el evangelio sitúa delicadamente en el
contexto del «gran misterio».
Cuando hablamos del
«amor hermoso», hablamos, por tanto, de labelleza:
belleza del amor y belleza del ser humano que, gracias al
Espíritu Santo, es capaz de este amor. Hablamos de la belleza
del hombre y de la mujer: de su belleza como hermanos y
hermanas, como novios, como esposos. El evangelio ilumina no
sólo el misterio del «amor hermoso», sino también el no menos
profundo de la belleza, que procede de Dios como el amor. El
hombre y la mujer, personas llamadas a ser un don recíproco,
provienen de Dios. Del don originario del Espíritu Santo, «que
da la vida», brota el don mutuo de ser marido o mujer, así como
el don de ser hermano o hermana.
Todo esto se verifica
en el misterio de la Encarnación, que ha llegado a ser, en la
historia de los hombres, fuente de una belleza nueva que
ha inspirado innumerables obras maestras de arte. Después de la
severa prohibición de representar al Dios invisible con imágenes
(cf. Dt 4, 15-20), la época cristiana, por el contrario,
ha ofrecido la representación artística de Dios hecho hombre, de
su madre María y de José, de los santos de la antigua y la nueva
alianza, y, en general, de toda la creación redimida por Cristo,
inaugurando de este modo una nueva relación con el mundo de la
cultura y del arte. Se podría decir que el nuevo canon del
arte, atento a la dimensión profunda del hombre y de su
futuro, arranca del misterio de la encarnación de Cristo,
inspirándose en los misterios de su vida: el nacimiento en
Belén, la vida oculta en Nazaret, la misión pública, el
Calvario, la resurrección y su ascensión a los cielos. La
Iglesia es consciente de que su presencia en el mundo
contemporáneo y, en particular, su aportación y apoyo a la
valoración de la dignidad del matrimonio y de la familia, están
unidos profundamente al desarrollo de la cultura; de ello se
preocupa con razón.
Precisamente por esto
la Iglesia sigue con solícita atención las orientaciones de los
medios de comunicación social, cuya misión es formar, además de
informar, al gran público49. Conociendo bien la amplia y
profunda incidencia de tales medios, la Iglesia no se cansa de
poner en guardia a los operadores de la comunicación de los
peligros de manipulación de la verdad. En efecto, ?qué verdad
puede haber en las películas, en los espectáculos, en los
programas radiotelevisivos en los que dominan la pornografía y
la violencia? ?Es éste un buen servicio a la verdad sobre el
hombre? Son interrogantes que no pueden eludir los
operadores de esos instrumentos y los diversos responsables de
la elaboración y comercialización de sus productos.
Gracias a esta
reflexión crítica, nuestra civilización, aun teniendo tantos
aspectos positivos a nivel material y cultural, debería darse
cuenta de que, desde diversos puntos de vista, es una
civilización enferma, que produce profundas alteraciones en
el hombre. ?Por qué sucede esto? La razón está en el hecho de
que nuestra sociedad se ha alejado de la plena verdad sobre el
hombre, de la verdad sobre lo que el hombre y la mujer son como
personas. Por consiguiente, no sabe comprender adecuadamente lo
que son verdaderamente la entrega de las personas en el
matrimonio, el amor responsable al servicio de la paternidad y
la maternidad, la auténtica grandeza de la generación y la
educación. Entonces, ?es exagerado afirmar que los medios de
comunicación social, si no están orientados según sanos
principios éticos, no sirven a la verdad en su dimensión
esencial? Éste es, pues, el drama: los instrumentos modernos de
comunicación social están sujetos a la tentación de manipular el
mensaje, falseando la verdad sobre el hombre. El ser
humano no es el que presenta la publicidad y los medios modernos
de comunicación social. Es mucho más, como unidad psicofísica,
como unidad de alma y cuerpo, como persona. Es mucho más por su
vocación al amor, que lo introduce como varón y mujer en la
dimensión del «gran misterio».
María entró la
primera en esta dimensión, e introdujo también a su esposo José.
Ellos se convirtieron así en los primeros modelos de
aquel amor hermoso que la Iglesia no cesa de implorar para la
juventud, para los esposos y las familias. ¡Y cuántos de ellos
se unen con fervor a esta oración¡ ?Cómo no pensar en la
multitud de peregrinos, ancianos y jóvenes, que acuden a los
santuarios marianos y fijan la mirada en el rostro de la Madre
de Dios, en el rostro de la Sagrada Familia, en los cuales se
refleja toda la belleza del amor dado por Dios al hombre?
En el Sermón de la
montaña, refiriéndose al sexto mandamiento, Cristo proclama:
«Habéis oído que sedijo: No cometerás adulterio. Pues yo os
digo: Todo el que mira a una mujer, deseándola, ya cometió
adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Con
relación al Decálogo, que tiende a defender la tradicional
solidez del matrimonio y de la familia, estas palabras muestran
un gran progreso. Jesús va al origen del pecado de adulterio, el
cual está en la intimidad del hombre y se manifiesta en un modo
de mirar y pensar que está dominado por la concupiscencia.
Mediante ésta el hombre tiende a apoderarse de otro ser
humano, que no es suyo, sino que pertenece a Dios. A la vez
que se dirige a sus contemporáneos, Cristo habla a los hombres
de todos los tiempos y de todas las generaciones; en particular,
habla a nuestra generación, que vive bajo el signo de una
civilización consumista y hedonista.
?Por qué Cristo, en
el Sermón de la montaña, habla de manera tan fuerte y exigente?
La respuesta es muy clara: Cristo quiere garantizar la
santidad del matrimonio y de la familia, quiere defender la
plena verdad sobre la persona humana y su dignidad.
Es solamente a la luz
de esta verdad como la familia puede llegar a ser verdaderamente
la gran «revelación», el primer descubrimiento del otro:
el descubrimiento recíproco de los esposos y, después, de cada
hijo o hija que nace de ellos. Lo que los esposos se prometen
recíprocamente, es decir, ser «siempre fieles en las alegrías y
en las penas, y amarse y respetarse todos los días de la vida»,
sólo es posible en la dimensión del «amor hermoso». El hombre de
hoy no puede aprender esto de los contenidos de la moderna
cultura de masas. El «amor hermoso» se aprende sobre todo
rezando. En efecto, la oración comporta siempre, para
usar una expresión de san Pablo, una especie de escondimiento
con Cristo en Dios: «vuestra vida está oculta con Cristo en
Dios» (Col 3, 3). Sólo en semejante escondimiento actúa
el Espíritu Santo, fuente del «amor hermoso». Él derrama ese
amor no sólo en el corazón de María y de José, sino también en
el corazón de los esposos, dispuestos a escuchar la palabra de
Dios y a custodiarla (cf. Lc 8, 15). El futuro de cada
núcleo familiar depende de este «amor hermoso»: amor recíproco
de los esposos, de los padres y de los hijos, amor de todas las
generaciones. El amor es la verdadera fuente de unidad y
fuerza de la familia.
El nacimiento y
el peligro
21. La breve
narración de la infancia de Jesús nos refiere casi
simultáneamente, de manera muy significativa, el nacimiento
y el peligro que hubo de afrontar enseguida. Lucas
relata las palabras proféticas pronunciadas por el anciano
Simeón cuando el Niño fue presentado al Señor en el templo,
cuarenta días después de su nacimiento. Simeón habla de «luz» y
de «signo de contradicción»; después predice a María: «A ti
misma una espada te atravesará el alma» (cf. Lc 2,
32-35). Sin embargo, Mateo se refiere a las asechanzas tramadas
contra Jesús por Herodes: informado por los Magos, que habían
ido de Oriente para ver al nuevo rey que debía nacer (cf. Mt
2, 2), se siente amenazado en su poder y, después de marchar
ellos, ordena matar a todos los niños menores de dos años de
Belén y alrededores. Jesús escapa de las manos de Herodes
gracias a una particular intervención divina y a la solicitud
paterna de José, que lo lleva junto con su Madre a Egipto, donde
se quedarán hasta la muerte de Herodes. Después regresan a
Nazaret, su ciudad natal, donde la Sagrada Familia inicia el
largo período de una existencia escondida, que se desarrolla en
el cumplimiento fiel y generoso de los deberes cotidianos (cf.
Mt 2, 1-23; Lc 2, 39-52).
Reviste una
elocuencia profética el hecho de que Jesús, desde su
nacimiento, se encontrara ante amenazas y peligros. Ya desde
niño es «signo de contradicción». Elocuencia profética presenta,
además, el drama de los niños inocentes de Belén, matados por
orden de Herodes y, según la antigua liturgia de la Iglesia,
partícipes del nacimiento y de la pasión redentora de Cristo»50.
Mediante su «pasión», completan «lo que falta a las
tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la
Iglesia» (Col 1, 24).
En los evangelios de
la infancia, el anuncio de la vida, que se hace de modo
admirable con el nacimiento del Redentor, se contrapone
fuertemente a la amenaza a la vida, una vida que abarca
enteramente el misterio de la Encarnación y de la realidad
divino-humana de Cristo. El Verbo se hizo carne (cf. Jn
1, 14), Dios se hizo hombre. A este sublime misterio se referían
frecuentemente los Padres de la Iglesia: «Dios se hizo hombre,
para que el hombre, en él y por medio de él, llegara a ser
Dios»51. Esta verdad de la fe es a la vez la verdad sobre el ser
humano. Muestra la gravedad de todo atentado contra la vida del
niño en el seno de la madre. Aquí, precisamente aquí, nos
encontramos en las antípodas del «amor hermoso». Pensando
exclusivamente en la satisfacción, se puede llegar incluso a
matar el amor, matando su fruto. Para la cultura de la
satisfacción el «fruto bendito de tu seno» (Lc 1, 42)
llega a ser, en cierto modo, un «fruto maldito».
?Cómo no recordar, a
este respecto, las desviaciones que el llamado estado de
derecho ha sufrido en numerosos países? Unívoca y categórica
es la ley de Dios respecto a la vida humana. Dios manda: «No
matarás» (Ex 20, 13). Por tanto, ningún legislador
humano puede afirmar: te es lícito matar, tienes derecho a
matar, deberías matar. Desgraciadamente, esto ha sucedido en
la historia de nuestro siglo, cuando han llegado al poder, de
manera incluso democrática, fuerzas políticas que han emanado
leyes contrarias al derecho de todo hombre a la vida, en nombre
de presuntas y aberrantes razones eugenésicas, étnicas o
parecidas. Un fenómeno no menos grave, incluso porque consigue
vasta conformidad o consentimiento de opinión pública, es el de
las legislaciones que no respetan el derecho a la vida desde su
concepción. ?Cómo se podrían aceptar moralmente unas leyes que
permiten matar al ser humano aún no nacido, pero que ya vive en
el seno materno? El derecho a la vida se convierte, de esta
manera, en decisión exclusiva de los adultos, que se aprovechan
de los mismos parlamentos para realizar los propios proyectos y
buscar sus propios intereses.
Nos encontramos ante
una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo,
sino también la de toda la civilización. La afirmación de que
esta civilización se ha convertido, bajo algunos aspectos, en
«civilización de la muerte» recibe una preocupante confirmación.
?No es quizás un acontecimiento profético el hecho de que
el nacimiento de Cristo haya estado acompañado del peligro por
su existencia? Sí, también la vida de Aquel que al mismo tiempo
es Hijo del hombre e Hijo de Dios estuvo amenazada, estuvo en
peligro desde el principio, y sólo de milagro evitó la muerte.
Sin embargo, en los
últimos decenios se notan algunos síntomas confortadores de un
despertar de las conciencias, que afecta tanto al mundo
del pensamiento como a la misma opinión pública. Crece,
especialmente entre los jóvenes, una nueva conciencia de respeto
a la vida desde su concepción; se difunden los movimientos
pro-vida. Es un signo de esperanza para el futuro de la
familia y de toda la humanidad.
«... me habéis
recibido»
22. ¡Esposos y
familias de todo el mundo: el Esposo está con vosotros!
El Papa desea deciros esto, ante todo, en el año que las
Naciones Unidas y la Iglesia dedican a la familia. «Tanto amó
Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea
en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha
enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que
el mundo se salve por él» (Jn 3, 16-17); «lo nacido de la
carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu... Tenéis
que nacer de lo alto» (Jn 3, 6-7). Debéis nacer «de agua
y de Espíritu» (Jn 3, 5). Precisamente vosotros, queridos
padres y madres, sois los primeros testigos y ministros
de este nuevo nacimiento del Espíritu Santo. Vosotros,
que engendráis a vuestros hijos para la patria terrena, no
olvidéis que al mismo tiempo los engendráis para Dios.
Dios desea su nacimiento del Espíritu Santo; los quiere como
hijos adoptivos en el Hijo unigénito que les da «poder de
hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). La obra de la
salvación perdura en el mundo y se realiza mediante la Iglesia.
Todo esto es obra del Hijo de Dios, el Esposo divino, que nos ha
transmitido el reino del Padre y nos recuerda a nosotros, sus
discípulos: «El reino de Dios ya está entre vosotros» (Lc
17, 21).
Nuestra fe nos enseña
que Jesucristo, que «está sentado a la derecha del Padre»,
vendrá para juzgar a vivos y muertos. Por otra parte, el
evangelista Juan afirma que él fue enviado al mundo no «para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn
3, 17). Por tanto, ?en qué consiste el juicio? Cristo mismo
da la respuesta: El juicio «está en que vino la luz al mundo...
El que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto
que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3, 19. 21).
Esto también lo ha recordado recientemente la encíclica
Veritatis splendor 52. ?Cristo es, pues, juez? Tus
propios actos te juzgarán a la luz de la verdad que tú conoces.
Lo que juzgará a los padres y madres, a los hijos e hijas, serán
sus obras. Cada uno de nosotros será juzgado sobre los
mandamientos; también sobre los que hemos recordado en esta
carta: cuarto, quinto, sexto y noveno. Sin embargo, cada uno
será juzgado ante todo sobre el amor, que es el sentido y
la síntesis de los mandamientos. «A la tarde te examinarán en el
amor», escribió san Juan de la Cruz53. Cristo, redentor y esposo
de la humanidad, «para esto ha nacido y para esto ha venido al
mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la
verdad, escucha su voz» (cf. Jn 18, 37). Él será el juez,
pero del modo que él mismo ha indicado hablando del juicio final
(cf. Mt 25, 31-46). El suyo será un juicio sobre el
amor, un juicio que confirmará definitivamente la verdad de
que el Esposo estaba con nosotros, sin que nosotros, quizás, lo
supiéramos.
El juez es el
Esposo de la Iglesia y de la humanidad. Por esto juzga
diciendo: «Venid, benditos de mi Padre... Porque tuve hambre, y
me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era
forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis» (Mt
25, 34-36). Naturalmente esta relación podría alargarse y en
ella podrían aparecer una infinidad de problemas, que afectan
también a la vida conyugal y familiar. Podríamos encontrarnos
también expresiones como éstas: «Fui niño todavía no nacido y me
acogisteis, permitiéndome nacer; fui niño abandonado y fuisteis
para mí una familia; fui niño huérfano y me habéis adoptado y
educado como a un hijo vuestro». Y también: «Ayudasteis a las
madres que dudaban, o que estaban sometidas a fuertes presiones,
para que aceptaran a su hijo no nacido y le hicieran nacer;
ayudasteis a familias numerosas, familias en dificultad para
mantener y educar a los hijos que Dios les había dado». Y
podríamos continuar con una relación larga y diferenciada, que
comprende todo tipo de verdadero bien moral y humano, en el cual
se manifiesta el amor. Ésta es la gran mies que el
Redentor del mundo, a quien el Padre ha confiado el juicio,
vendrá a cosechar: es la mies de gracias y obras buenas,
madurada bajo el soplo del Esposo en el Espíritu Santo, que
nunca cesa de actuar en el mundo y en la Iglesia. Demos gracias
por esto al Dador de todo bien.
Sabemos, sin embargo,
que en la sentencia final, referida por el evangelista Mateo,
hay otra relación, grave y aterradora: «Apartaos de mí... Porque
tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis
de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y
no me vestisteis» (Mt 25, 41-43). Y en esta relación se
pueden encontrar también otros comportamientos, en los que Jesús
se presenta también como el hombre rechazado. Así, él se
identifica con la mujer o el marido abandonado, con el niño
concebido y rechazado: «¡No me habéis recibido!» Este juicio
pasa también a través de la historia de nuestras familias y de
la historia de las naciones y de la humanidad. El «no me habéis
recibido» de Cristo implica también a instituciones sociales,
gobiernos y organizaciones internacionales.
Pascal escribió que
«Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo»54. La agonía de
Getsemaní y la agonía del Gólgota son el culmen de la
manifestación del amor. En una y otra se manifiesta el
Esposo que está con nosotros, que ama siempre de nuevo, que «ama
hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1). El amor que hay en él y
que de él va más allá de los confines de las historias
personales o familiares, sobrepasa los confines de la historia
de la humanidad.
Al final de estas
reflexiones, queridos hermanos y hermanas, pensando en lo que,
durante este Año de la familia, se proclamará desde diversas
tribunas, quisiera renovar con vosotros la confesión hecha por
Pedro a Cristo: «Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn
6, 68). Digamos juntos: ¡Tus palabras, Señor, no pasarán! (cf.
Mc 13, 31). ?Qué puede desearos el Papa al final de esta
larga meditación sobre el Año de la familia? Desea que
todos os veáis reflejados en estas palabras, que «son espíritu y
son vida» (Jn 6, 63).
Fortalecidos en
el hombre interior
23. Doblo mis
rodillas ante el Padre del cual toma nombre toda paternidad y
maternidad «para que os conceda... que seáis fortalecidos por la
acción de su Espíritu en el hombre interior» (Ef 3, 16).
Recuerdo gustoso estas palabras del Apóstol, a las que me he
referido en la primera parte de la presente carta. Son, en
cierto modo, palabras-clave. La familia, la paternidad y la
maternidad caminan juntas, al mismo paso. A su vez, la
familia es el primer ambiente humano en el cual se forma el
«hombre interior» del que habla el Apóstol. La consolidación de
su fuerza es don del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo.
El Año de la familia
pone ante nosotros y ante la Iglesia un cometido enorme, no
distinto del que concierne a la familia cada año y cada día,
pero que en el contexto de este año adquiere particular
significado e importancia. Hemos iniciado el Año de la familia
en Nazaret, en la solemnidad de la Sagrada Familia; a lo
largo de este año deseamos peregrinar a ese lugar de gracia, que
es el santuario de la Sagrada Familia en la historia de
la humanidad. Deseamos hacer esta peregrinación recuperando la
conciencia del patrimonio de verdad sobre la familia, que desde
el principio constituye un tesoro de la Iglesia. Es el
tesoro que se acumula a partir de la rica tradición de la
antigua alianza, se completa en la nueva y encuentra su
expresión plena y emblemática en el misterio de la Sagrada
Familia, en la cual el Esposo divino obra la redención de todas
las familias. Desde allí Jesús proclama el «evangelio de la
familia». A este tesoro de verdad acuden todas las
generaciones de los discípulos de Cristo, comenzando por los
Apóstoles, de cuya enseñanza nos hemos aprovechado
abundantemente en esta carta.
En nuestra época este
tesoro es explorado a fondo en los documentos del concilio
Vaticano II55; interesantes análisis se han hecho también en los
numerosos discursos que Pío XII dedica a los esposos56; en la
encíclica Humanae vitae de Pablo VI; en las
intervenciones durante el Sínodo de los obispos dedicado a la
familia (1980), y en la exhortación apostólica Familiaris
consortio. A estas intervenciones del Magisterio ya me he
referido al principio. Si las menciono ahora es para destacar lo
extenso y rico que es el tesoro de la verdad cristiana sobre
la familia. Sin embargo, no bastan solamente lostestimonios
escritos. Mucho más importantes son los testimonios
vivos. Pablo VI observaba que, «el hombre contemporáneo
escucha de más buena gana a los testigos que a los maestros, o
si escucha a los maestros es porque son testigos»57. Es sobre
todo a los testigos a quienes, en la Iglesia, se confía el
tesoro de la familia: a los padres y madres, hijos e hijas, que
a través de la familia han encontrado el camino de su vocación
humana y cristiana, la dimensión del «hombre interior» (Ef
3, 16), de la que habla el Apóstol, y han alcanzado así la
santidad. La Sagrada Familia es el comienzo de muchas otras
familias santas. El Concilio ha recordado que la santidad es
la vocación universal de los bautizados58. En nuestra época,
como en el pasado, no faltan testigos del «evangelio de la
familia», aunque no sean conocidos o no hayan sido proclamados
santos por la Iglesia. El Año de la familia constituye la
ocasión oportuna para tomar mayor conciencia de su existencia y
su gran número.
A través de la
familia discurre la historia del hombre, la historia de la
salvación de la humanidad. He tratado de mostrar en estas
páginas cómo la familia se encuentra en el centro de la gran
lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre
el amor y cuanto se opone al amor. A la familia está confiado el
cometido de luchar ante todo para liberar las fuerzas del
bien, cuya fuente se encuentra en Cristo, redentor del
hombre. Es preciso que dichas fuerzas sean tomadas como
propias por cada núcleo familiar, para que, como se dijo con
ocasión del milenio del cristianismo en Polonia, la familia sea
«fuerte de Dios»59. He aquí la razón por la cual la presente
carta ha querido inspirarse en las exhortaciones apostólicas que
encontramos en los escritos de Pablo (cf. 1 Co 7, 1-40;
Ef 5, 21-6, 9; Col 3, 25) y en las cartas de Pedro
y de Juan (cf. 1 P 3, 1-7; Jn 2, 12-17). ¡Qué parecidas
son, aunque en un contexto histórico y cultural distinto, las
situaciones de los cristianos y de las familias de entonces y de
ahora!
Os hago, pues, una
invitación: una invitación dirigida especialmente a
vosotros, queridos esposos y esposas, padres y madres, hijos e
hijas. Es una invitación a todas las Iglesias particulares, para
que permanezcan unidas en la enseñanza de la verdad apostólica;
a los hermanos en el episcopado, a los presbíteros, a los
institutos religiosos y personas consagradas, a los movimientos
y asociaciones de fieles laicos; a los hermanos y hermanas, a
los que nos une la fe común en Jesucristo, aunque no vivamos aún
la plena comunión querida por el Salvador 60; a todos aquellos
que, participando en la fe de Abraham, pertenecen como nosotros
a la gran comunidad de los creyentes en un único Dios61; a
aquellos que son herederos de otras tradiciones espirituales y
religiosas; a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
¡Que Cristo, que es
el mismo «ayer, hoy y siempre» (cf. Hb 13, 8), esté con
nosotros mientras doblamos las rodillas ante el Padre, de quien
procede toda paternidad y maternidad y toda familia humana (cf.
Ef 3, 14-15) y, con las mismas palabras de la oración al
Padre, que él mismo nos enseñó, ofrezca una vez más el
testimonio del amor con que nos «amó hasta el extremo» (Jn
13, 1)!
Hablo con la fuerza
de su verdad al hombre de nuestro tiempo, para que comprenda qué
grandes bienes son el matrimonio, la familia y la vida; y qué
gran peligro constituye el no respetar estas realidades y una
menor consideración de los valores supremos en los que se
fundamentan la familia y la dignidad del ser humano.
Que el Señor Jesús
nos recuerde estas cosas con la fuerza y la sabiduría de la
cruz (cf. 1 Co 1, 17-24), para que la humanidad no
ceda a la tentación del «padre de la mentira» (Jn 8, 44),
que la empuja constantemente por caminos anchos y espaciosos,
aparentemente fáciles y agradables, pero llenos realmente de
asechanzas y peligros. Que se nos conceda seguir siempre a Aquel
que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).
Que sean éstos,
queridísimos hermanos y hermanas, el compromiso de las familias
cristianas y el afán misionero de la Iglesia durante este año,
rico de singulares gracias divinas. Que la Sagrada Familia,
icono y modelo de toda familia humana, nos ayude a cada uno a
caminar con el espíritu de Nazaret; que ayude a cada núcleo
familiar a profundizar su misión en la sociedad y en la Iglesia
mediante la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la
fraterna comunión de vida. ¡Que María, Madre del amor hermoso, y
José, custodio del Redentor, nos acompañen a todos con su
incesante protección!
Con estos
sentimientos bendigo a cada familia en el nombre de la Santísima
Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Dado en Roma,
junto a San Pedro, el 2 de febrero, fiesta de la Presentación
del Señor, del año 1994, décimo sexto de mi Pontificado.
Copyright
© Libreria Editrice Vaticana
Esta página
es obra de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María
Copyright © 2009 SCTJM