María, icono
escatológico de la Iglesia
Juan Pablo II, 16
Marzo, 2001
1. Al inicio de este encuentro hemos
escuchado una de las páginas más conocidas del Apocalipsis de san
Juan. En la mujer encinta, que da a luz un hijo mientras un dragón de
color rojo sangre la amenaza a ella y al hijo que ha engendrado, la
tradición cristiana, litúrgica y artística, ha visto la imagen de
María, la madre de Cristo. Sin embargo, según la primera intención
del autor sagrado, si el nacimiento del niño representa la llegada
del Mesías, la mujer personifica evidentemente al pueblo de Dios,
tanto al Israel bíblico como a la Iglesia. La interpretación mariana
no va en perjuicio del sentido eclesial del texto, ya que María es
"figura de la Iglesia" (Lumen gentium, 63; cf. san Ambrosio,
Expos. Lc, II, 7). Así pues, en el fondo de la comunidad fiel se
descubre el perfil de la Madre del Mesías. Contra María y la Iglesia
se cierne el dragón, que evoca a Satanás y al mal, como ya indicó
la simbología del Antiguo Testamento; el color rojo es signo de
guerra, de matanzas y de sangre derramada; las "siete
cabezas" coronadas indican un poder inmenso, mientras que los
"diez cuernos" evocan la fuerza impresionante de la bestia
descrita por el profeta Daniel (cf. Dn 7, 7), también ella imagen del
poder prevaricador que domina en la historia.
2. Por consiguiente, el bien y el mal
se enfrentan. María, su Hijo y la Iglesia representan la aparente
debilidad y pequeñez del amor, de la verdad y de la justicia. Contra
ellos se desencadena la monstruosa energía devastadora de la
violencia, la mentira y la injusticia. Pero el canto con el que se
concluye el pasaje nos recuerda que el veredicto definitivo lo
realizará "la salvación, el poder, el reinado de nuestro Dios y
la potestad de su Cristo" (Ap 12, 10).
Ciertamente, en el tiempo de la
historia la Iglesia puede verse obligada a huir al desierto, como el
antiguo Israel en marcha hacia la tierra prometida. El desierto es,
entre otras cosas, el refugio tradicional de los perseguidos, es el
ámbito secreto y sereno donde se ofrece la protección divina (cf. Gn
21, 14_19; 1 R 19, 4_7). Con todo, en este refugio, como subraya el
Apocalipsis (cf. Ap 12, 6. 14), la mujer permanece solamente durante
un período de tiempo limitado. Así pues, el tiempo de la angustia,
de la persecución, de la prueba no es indefinido: al final llegará
la liberación y será la hora de la gloria.
Contemplando este misterio desde una
perspectiva mariana, podemos afirmar que "María, al lado de su
Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de
la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y
modelo, para comprender en su integridad el sentido de su
misión" (Congregación para la doctrina de la fe, Libertatis
conscientia, 22 de marzo de 1986, n. 97; cf. Redemptoris Mater, 37).
3. Fijemos, por tanto, nuestra mirada
en María, icono de la Iglesia peregrina en el desierto de la
historia, pero orientada a la meta gloriosa de la Jerusalén
celestial, donde resplandecerá como Esposa del Cordero, Cristo
Señor. La Madre de Dios, como la celebra la Iglesia de Oriente, es
laOdigitria, la que "indica el camino", o sea, Cristo,
único mediador para encontrar en plenitud al Padre. Un poeta francés
ve en ella "la criatura en su primer honor y en su meta final,
tal como salió de Dios en la mañana de su esplendor original"
(P. Claudel, La Vierge à midi, ed. Pléiade, p. 540). En su
Inmaculada Concepción, María es el modelo perfecto de la criatura
humana que, colmada desde el inicio de la gracia divina que sostiene y
transfigura a la criatura (cf. Lc 1, 28), elige siempre, en su
libertad, el camino de Dios. En cambio, en su gloriosa Asunción al
cielo María es la imagen de la criatura llamada por Cristo resucitado
a alcanzar, al final de la historia, la plenitud de la comunión con
Dios en la resurrección durante una eternidad feliz. Para la Iglesia,
que a menudo siente el peso de la historia y el asedio del mal, la
Madre de Cristo es el emblema luminoso de la humanidad redimida y
envuelta por la gracia que salva. 4. La meta última de la historia
humana se alcanzará cuando "Dios sea todo en todos" (1 Co
15, 28) y, como anuncia el Apocalipsis, "el mar ya no
exista" (Ap 21, 1), es decir, cuando el signo del caos destructor
y del mal haya sido por fin eliminado. Entonces la Iglesia se
presentará a Cristo como "la novia ataviada para su esposo"
(Ap 21, 2). Ese será el momento de la intimidad y del amor sin
resquebrajaduras. Pero ya ahora, precisamente contemplando a la Virgen
elevada al cielo, la Iglesia gusta anticipadamente la alegría que se
le dará en plenitud al final de los tiempos. En la peregrinación de
fe a lo largo de la historia, María acompaña a la Iglesia como
"modelo de la comunión eclesial en la fe, en la caridad y en la
unión con Cristo. "Eternamente presente en el misterio de
Cristo", ella está, en medio de los Apóstoles, en el corazón
mismo de la Iglesia naciente y de la Iglesia de todos los tiempos.
Efectivamente, "la Iglesia fue congregada en la parte alta del
cenáculo con María, que era la Madre de Jesús, y con sus hermanos.
No se puede, por tanto, hablar de Iglesia si no está presente María,
la Madre del Señor, con sus hermanos"" (Congregación para
la doctrina de la fe, Communionis notio, 28 de mayo de 1992, n. 19;
cf. Cromacio de Aquileya, Sermo 30, 1).
5. Así pues, cantemos nuestro himno de
alabanza a María, imagen de la humanidad redimida, signo de la
Iglesia que vive en la fe y en el amor, anticipando la plenitud de la
Jerusalén celestial. "El genio poético de san Efrén el Sirio,
llamado "la cítara del Espíritu Santo", ha cantado
incansablemente a María, dejando una impronta todavía presente en
toda la tradición de la Iglesia siríaca" (Redemptoris Mater,
31). Es él quien presenta a María como icono de belleza: "Ella
es santa en su cuerpo, hermosa en su espíritu, pura en sus
pensamientos, sincera en su inteligencia, perfecta en sus
sentimientos, casta, firme en sus propósitos, inmaculada en su
corazón, eminente, colmada de todas las virtudes" (Himnos a la
Virgen María, 1, 4; ed. Th. J. Lamy, Hymni de B. Maria, Malinas 1886,
t. 2, col. 520). Que esta imagen resplandezca en el centro de toda
comunidad eclesial como reflejo perfecto de Cristo y sea como
estandarte elevado entre los pueblos, como "ciudad situada en la
cima de un monte" y "lámpara sobre el candelero para que
alumbre a todos los que están en la casa" (cf. Mt 5,14_15). (©L'Osservatore
Romano _ 16 de marzo de 2001)