
"san atanasio de alejandría"
Audiencia General del 20 de junio de 2007
Ver también:
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Continuando nuestro repaso de los grandes maestros de la Iglesia
antigua, queremos dirigir hoy nuestra atención a san Atanasio de
Alejandría. Este auténtico protagonista de la tradición cristiana, ya
pocos años antes de su muerte, era aclamado como «la columna de la
Iglesia» por el gran teólogo y obispo de Constantinopla, Gregorio
Nazianceno («Discursos» 21, 26), y siempre ha sido considerado como un
modelo de ortodoxia, tanto en Oriente como en Occidente.
No es casualidad, por tanto, que Gian Lorenzo Bernini colocara su
estatua entre las de los cuatro santos doctores de la Iglesia oriental y
occidental --Ambrosio, Juan Crisóstomo, y Agustín--, que en el
maravilloso ábside de la Basílica vaticana rodean la Cátedra de san
Pedro.
Atanasio ha sido, sin duda, uno de los Padres de la Iglesia antigua más
importantes y venerados. Pero sobre todo, este gran santo es el
apasionado teólogo de la encarnación del «Logos», el Verbo de Dios que,
como dice el prólogo del cuarto Evangelio, «se hizo carne, y puso su
morada entre nosotros» (Juan 1, 14).
Precisamente por este motivo Atanasio fue también el más importante y
tenaz adversario de la herejía arriana, que entonces era una amenaza
para la fe en Cristo, reducido a una criatura «intermedia» entre Dios y
el hombre, según una tendencia que se repite en la historia y que
también hoy constatamos de diferentes maneras.
Nacido probablemente en Alejandría, en Egipto, hacia el año 300,
Atanasio recibió una buena educación antes de convertirse en diácono y
secretario del obispo de la metrópolis egipcia, Alejandro.
Cercano colaborador de su obispo, el joven eclesiástico participó con él
en el Concilio de Nicea, el primero de carácter ecuménico, convocado por
el emperador Constantino en mayo del año 325 para asegurar la unidad de
la Iglesia. Los Padres de Nicea pudieron de este modo afrontar varias
cuestiones, principalmente el problema originado unos años antes por la
predicación del presbítero de Alejandría, Arrio.
Éste, con su teoría, amenazaba la auténtica fe en Cristo, declarando que
el «Logos» no era verdadero Dios, sino un Dios creado, un ser
«intermedio» entre Dios y el hombre y de este modo el verdadero Dios
siempre permanecía inaccesible para nosotros. Los obispos, reunidos en
Nicea, respondieron redactando el «Símbolo de la fe», que completado más
tarde por el primer Concilio de Constantinopla, ha quedado en la
tradición de las diferentes confesiones cristianas y en la liturgia como
el «Credo niceno-constantinopolitano».
En este texto fundamental, que expresa la fe de la Iglesia sin división,
y que todavía recitamos hoy, todo domingo, en la celebración
eucarística, aparece el término griego «homooúsios», en latín «consubstantialis»:
indica que el Hijo, el «Logos», es «de la misma naturaleza» del Padre,
es Dios de Dios, es su naturaleza, y de este modo se subraya la plena
divinidad del Hijo, que era negada por los arrianos.
Al morir el obispo Alejandro, Atanasio se convirtió en el año 328 en su
sucesor como obispo de Alejandría, e inmediatamente rechazó con decisión
todo compromiso con las teorías arrianas condenadas por el Concilio de
Nicea. Su intransigencia, tenaz y a veces muy dura, aunque necesaria,
contra quienes se habían opuesto a su elección episcopal y sobre todo
contra los adversarios del Símbolo de Nicea, le provocó la implacable
hostilidad de los arrianos y de los filo-arrianos.
A pesar del resultado inequívoco del Concilio, que había afirmado con
claridad que el Hijo es de la misma naturaleza del Padre, poco después
estas ideas equivocadas volvieron a prevalecer --incluso Arrio fue
rehabilitado-- y fueron apoyadas por motivos políticos por el mismo
emperador Constantino y después por su hijo Constancio II. Éste, que no
se preocupaba tanto de la verdad teológica sino más bien de la unidad
del Imperio y de sus problemas políticos, quería politizar la fe,
haciéndola más accesible, según su punto de vista, a todos los súbditos
del Imperio.
La crisis arriana, que parecía haberse solucionado en Nicea, continuó
durante décadas con vicisitudes difíciles y divisiones dolorosas en la
Iglesia. Y en cinco ocasiones, durante 30 años, entre 336 y 366,
Atanasio se vio obligado a abandonar su ciudad, pasando 17 años en
exilio y sufriendo por la fe.
Pero durante sus ausencias forzadas de Alejandría, el obispo tuvo la
posibilidad de sostener y difundir en Occidente, primero en Tréveris y
después en Roma, la fe de Nicea así como los ideales del monaquismo,
abrazados en Egipto por el gran eremita, Antonio, con una opción de vida
por la que Atanasio siempre se sintió cercano.
San Antonio, con su fuerza espiritual, era la persona más importante que
apoyaba la fe de Atanasio. Al volver a tomar posesión definitivamente de
su sede, el obispo de Alejandría pudo dedicarse a la pacificación
religiosa y a la reorganización de las comunidades cristianas Murió el 2
de mayo del año 373, día en el que celebramos su memoria litúrgica.
La obra doctrinal más famosa del santo obispo de Alejandría es el
tratado sobre «La encarnación del Verbo», el «Logos» divino que se hizo
carne, como nosotros, por nuestra salvación. En esta obra, Atanasio,
afirma con una frase que se ha hecho justamente célebre, que el Verbo de
Dios «se hizo hombre para que nosotros nos volviéramos Dios; se hizo
visible corporalmente para que tuviéramos una idea del Padre invisible y
soportó la violencia de los hombres para que heredásemos la
incorruptibilidad» (54, 3). Con su resurrección, el Señor hizo
desaparecer la muerte como si fuera «paja entre el fuego» (8, 4). La
idea fundamental de toda la lucha teológica de san Atanasio era
precisamente la de que Dios es accesible. No es un Dios secundario, es
el verdadero Dios, y a través de nuestra comunión con Cristo, podemos
unirnos realmente a Dios. Él se ha hecho realmente «Dios con nosotros».
Entre las demás obras de este gran Padre de la Iglesia, que en buena
parte están ligadas a las vicisitudes de la crisis arriana, recordamos
también las cuatro cartas que dirigió al amigo Serapión, obispo de
Thmuis, sobre la divinidad del Espíritu Santo, en las que es afirmada
con claridad, y unas treinta cartas «festivas», dirigidas al inicio de
cada año a las Iglesias y a los monasterios de Egipto para indicar la
fecha de la fiesta de Pascua, pero sobre todo para intensificar los
vínculos entre los fieles, reforzando la fe y preparándoles para esta
gran solemnidad.
Por último, Atanasio es también autor de textos meditativos sobre los
Salmos, muy difundidos, y sobre todo de una obra que constituye el «best
seller» de la antigua literatura cristiana, la «Vida de Antonio», es
decir, la biografía de Antonio abad, escrita poco después de la muerte
de este santo, precisamente mientras el obispo de Alejandría, en el
exilio, vivía con los monjes del desierto egipcio. Atanasio fue amigo
del grande eremita hasta el punto de recibir una de las dos pieles de
oveja dejadas por Antonio como herencia suya, junto al manto que el
mismo obispo de Alejandría le había regalado.
Tras hacerse pronto sumamente popular y traducida inmediatamente dos
veces en latín y en varias lenguas orientales, la biografía ejemplar de
esta figura muy querida por la tradición cristiana contribuyó
decisivamente a la difusión del monaquismo, en Oriente y en Occidente.
La lectura de este texto, en Tréveris, forma parte central de una
emocionante narración de la conversión de dos funcionarios imperiales
que Agustín presenta en las «Confesiones» (VIII, 6, 15) como premisa
para su misma conversión.
De hecho, el mismo Atanasio demuestra que tenía clara conciencia de la
influencia que podría ejercer sobre el pueblo cristiano la figura
ejemplar de Antonio. Escribe en la conclusión de esta obra: «El hecho de
que llegó a ser famoso en todas partes, de que encontró admiración
universal y de que su pérdida fue sentida aún por gente que nunca lo
vio, subraya su virtud y el amor que Dios le tenía. Antonio ganó
renombre no por sus escritos ni por sabiduría de palabras ni por ninguna
otra cosa, sino sólo por su servicio a Dios. Y nadie puede negar que
esto es don de Dios. ¿Cómo explicar, en efecto, que este hombre, que
vivió escondido en la montaña, fuera conocido en España y Galia, en Roma
y África, sino por Dios, que en todas partes hace conocidos a los suyos,
que, más aún, había dicho esto en los comienzos? Pues aunque hagan sus
obras en secreto y deseen permanecer en la oscuridad, el Señor los
muestra públicamente como lámparas a todo los hombres, y así, los que
oyen hablar de ellos, pueden darse cuenta de que los mandamientos llevan
a la perfección, y entonces cobran valor por la senda que conduce a la
virtud» («Vida de Antonio» 93, 5-6).
¡Sí, hermanos y hermanas! Tenemos muchos motivos para dar gracias a san
Atanasio. Su vida, como la de Antonio y la de otros innumerables santos,
nos muestra que «quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino
que se hace realmente cercano a ellos» («Deus caritas est», 42).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En
español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
San Atanasio, Obispo de Alejandría, es sin duda uno de los Padres de la
Iglesia antigua más importantes y venerados. Teólogo apasionado de la
Encarnación del Verbo de Dios, fue también el más importante adversario
contra la herejía arriana, que entonces amenazaba la fe en Cristo al
minimizar su divinidad. Siendo diácono participó con su Obispo en el
Concilio de Nicea, el cual subrayó la plena divinidad de Cristo negada
por los arrianos. Después de ser elegido Obispo de Alejandría, padeció
la hostilidad de los arrianos; fue obligado a abandonar la diócesis en
cinco ocasiones y sufrió el exilio durante diecisiete años. De esta
manera, pudo difundir en Occidente la fe proclamada en el Concilio de
Nicea. Entre los diversos escritos de san Atanasio, como cartas y textos
de meditación sobre los salmos, destaca su tratado sobre la Encarnación,
en el que afirma que el Verbo de Dios se hizo hombre para que nosotros
llegásemos a ser Dios. Su biografía sobre san Antonio Abad, del que fue
gran amigo, contribuyó de modo decisivo a la difusión del monaquismo
tanto en Occidente como en Oriente.
Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, venidos de
Latinoamérica y de España. En particular, saludo a los distintos grupos
parroquiales y escolares de España; así como a los peregrinos de
Honduras, México y otros Países Latinoamericanos. Que vuestra visita a
Roma consolide vuestra fe en Cristo, iluminados por el testimonio de
vida y del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo, y sintiéndoos cada
vez más en comunión con toda la Iglesia. ¡Que Dios os bendiga!