
Cristo, imagen sobre la que
debemos modelar nuestra vida
Comentario al himno de la carta de san Pablo a los
Colosenses 1:1,3,12,15,17-18
Audiencia General del 7 de septiembre de 2005
Fuente:
Zenit
Ver también:
Benedicto XVI
Damos gracias a Dios Padre,
que nos ha hecho capaces de compartir
la herencia del pueblo santo en la luz.
Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas,
y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido,
por cuya sangre hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
Él es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura;
porque por medio de Él
fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades;
todo fue creado por Él y para Él.
Él es anterior a todo, y todo se mantiene en Él.
Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
Él es el principio, el primogénito de entre los muertos,
y así es el primero en todo.
Porque en Él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
Y por Él quiso reconciliar consigo todos los seres:
los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.
1. En el pasado ya nos hemos detenido a
meditar en el grandioso fresco de Cristo, Señor del universo y de la
historia, que presenta el himno del inicio de la carta de san Pablo a
los Colosenses. Este cántico, de hecho, salpica las cuatro semanas en
las que se articula la Liturgia de las Vísperas.
El corazón del himno está constituido por los versículos 15-20, en los
que aparece de manera directa y solemne Cristo, definido como «imagen»
del «Dios invisible» (versículo 15). Al apóstol le gusta el término
griego «eikon», «icono»: en sus cartas lo utiliza nueve veces,
aplicándoselo tanto a Cristo, icono perfecto de Dios (Cf. 2 Corintios 4,
4), como al hombre, imagen y gloria de Dios (Cf. 1 Corintios 11, 7). Sin
embargo, éste, con el pecado, «cambió la gloria del Dios incorruptible
por una representación en forma de hombre corruptible» (Romanos 1,23),
optando por adorar a los ídolos y convirtiéndose semejante a ellos.
Por ello, tenemos que modelar continuamente nuestra imagen sobre la del
Hijo de Dios (Cf. 2 Corintios 3, 18), pues «Él nos ha sacado del dominio
de las tinieblas», «nos ha trasladado al reino de su Hijo querido»
(Colosenses 1, 13).
2. Después, Cristo es proclamado como «primogénito (engendrado antes) de
toda criatura» (versículo 15). Cristo es anterior a toda la creación
(Cf. versículo 17), habiendo sido engendrado desde la eternidad: pues
«por medio de Él fueron creadas todas las cosas» (versículo 16). También
en la antigua tradición judía se afirmaba que «todo el mundo ha sido
creado por causa del Mesías» (Sanhedrín 98b).
Para el apóstol, Cristo es tanto el principio de cohesión («todo se
mantiene en Él»), el mediador («por medio de Él»), como el destino final
hacia el que converge todo lo creado. Él es «el primogénito entre muchos
hermanos» (Romanos 8, 29), es decir, es el Hijo por excelencia en la
gran familia de los hijos de Dios, de la que se pasa a formar parte por
el Bautismo.
3. Al llegar a este momento, la mirada pasa del mundo de la creación al
de la historia: Cristo es «la cabeza del cuerpo: de la Iglesia»
(Colosenses 1,18) y ya lo es a través de su Encarnación. De hecho, Él
entró en la comunidad humana para regirla y unirla en un «cuerpo», es
decir, una unidad armoniosa y fecunda. La convivencia y el crecimiento
de la humanidad tienen su raíz, su fulcro vital, «el principio», en
Cristo.
Precisamente con esta primacía Cristo puede convertirse en el principio
de la resurrección de todos, el «primogénito de entre los muertos», para
que «todos revivan en Cristo… Cristo como primicias; luego los de Cristo
en su venida» (1 Corintios 15, 22-23).
4. El himno se encamina a su conclusión celebrando la «plenitud», en
griego «pleroma», que Cristo tiene en sí como don de amor del Padre. Es
la plenitud de la divinidad que se irradia ya sea en el universo ya sea
en la humanidad, convirtiéndose en manantial de paz, de unidad, de
armonía perfecta (Colosenses 1, 19-20).
Esta «reconciliación» y «pacificación» es actuada a través de la «la
sangre de su cruz», por la que hemos sido justificados y santificados.
Al derramar su sangre y entregarse a sí mismo, Cristo ha difundido la
paz que, en el lenguaje bíblico, es síntesis de los bienes mesiánicos y
plenitud salvífica extendida a toda la realidad creada.
El himno concluye, por tanto, con un horizonte luminoso de
reconciliación, de unidad, de armonía y paz, sobre el que se levanta
solemnemente la figura de su artífice, Cristo, «Hijo querido» del Padre.
5. Sobre este denso himno han reflexionado los escritores de la antigua
tradición cristiana. San Cirilo de Jerusalén, en su diálogo, cita el
cántico de la Carta a los Colosenses para responder a un anónimo
interlocutor que le había preguntado: «¿Decimos, entonces, que el Verbo
engendrado por Dios ha sufrido por nosotros en su carne?». La respuesta,
siguiendo las huellas del cántico, es afirmativa. De hecho, afirma
Cirilo, «la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura,
visible e invisible, por el cual y en el cual existe todo, ha sido dado
--dice Pablo-- como cabeza a la Iglesia: Él es, además, el primogénito
de entre los muertos», es decir, el primero de la serie de los muertos
que resucitan. Él, sigue diciendo Cirilo, «asumió todo lo que es propio
de la carne del hombre y "sufrió la cruz, despreciando su ignominia"
(Hebreos 12,2). Nosotros no decimos que un simple hombre, lleno de
honores o no sé cómo, por su unión a Él ha sido sacrificado por
nosotros, sino que es el mismo Señor de la gloria quien fue crucificado»
(«Por qué Cristo es uno» --«Perché Cristo è uno»--: Colección de Textos
Patrísticos, XXXVII, Roma 1983, p. 101).
Ante este Señor de la gloria, signo del amor supremo del Padre, también
nosotros elevamos nuestro canto de alabanza y nos postramos para
adorarle y darle gracias.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, el Papa hizo una síntesis en castellano. Estas fueron sus
palabras:]
Queridos hermanos y hermanas:
El apóstol Pablo, en el himno que hemos escuchado, tomado de su Carta a
los Colosenses, define a Cristo como la «imagen de Dios invisible», como
el «primogénito de toda criatura» que, engendrado desde la eternidad,
precede toda la creación visible e invisible, siendo para ella principio
de cohesión, mediación y destino. ¡Por Él, para Él y en Él, todo ha sido
creado!
El Verbo de Dios se ha hecho hombre para regenerar a la comunidad humana
y hacer de ella una unidad armoniosa y fecunda, introduciendo nuevamente
la historia en el original designio salvífico del Padre. La Iglesia,
cuerpo de Cristo, es el signo visible de esa admirable reconciliación y
pacificación, obrada a través de «la sangre de la cruz», que en el
Bautismo nos introduce personalmente en el misterio del Señor muerto y
resucitado.
Saludo ahora a los peregrinos de lengua española, en particular a las
Comunidades religiosas y a los grupos parroquiales de España, así como a
los fieles de Hermosillo, acompañados de su Arzobispo, y a demás
peregrinos de México, de Chile y del Perú. Como San Pablo, elevemos
también nosotros un canto de alabanza y adoremos al Padre por el don
inestimable de su Hijo, imagen perfecta de su amor.
ZS05090704
Esta página
es obra de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María
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