
"La cuaresma, 40 días de conversión al amor de cristo"
Audiencia General del 21 de febrero de 2007
Ver también:
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
El Miércoles de Ceniza que hoy celebramos, es para nosotros, cristianos,
un día particular, caracterizado por el intenso espíritu de recogimiento
y reflexión. Emprendemos, de hecho, el camino de la Cuaresma, tiempo de
escucha de la Palabra de Dios, de oración y de penitencia. Son cuarenta
días en los que la liturgia nos ayudará a revivir las fases destacadas
del misterio de la salvación.
Como sabemos, el hombre ha sido creado para ser amigo de Dios, pero el
pecado de los primeros padres quebró esta relación de confianza y de
amor y, como consecuencia, la humanidad es incapaz de realizar su
vocación originaria.
Gracias, sin embargo, al sacrificio redentor de Cristo, hemos sido
rescatados por el poder del mal: Cristo, de hecho, escribe el apóstol
Juan, ha sido víctima de expiación por nuestros pecados (Cf. 1 Juan 2,
2); y san Pedro añade: Él ha muerto una vez para siempre por los pecados
(Cf. 1 Pedro 3,18).
Al morir con Cristo al pecado, el bautizado también renace a una vida
nueva y es restablecido gratuitamente en su dignidad de hijo de Dios.
Por este motivo, en la primitiva comunidad cristiana, el Bautismo era
considerado como la «primera resurrección» (Cf. Apocalipsis 20,5;
Romanos 6,1–11; Juan 5,25–28).
Desde los orígenes, por tanto, la Cuaresma se vive como ese tiempo de la
inmediata preparación al Bautismo, que se administra solemnemente
durante la Vigilia Pascual. Toda la Cuaresma era un camino hacia este
gran encuentro con Cristo, hacia la inmersión en Cristo y la renovación
de la vida.
Estamos ya bautizados, pero con frecuencia el Bautismo es muy eficaz en
nuestra vida cotidiana. Por este motivo, también para nosotros la
Cuaresma es un «catecumenado» renovado en el que salimos de nuevo al
encuentro de nuestro Bautismo para redescubrirlo y revivirlo en
profundidad, para ser de nuevo realmente cristianos.
Por tanto, la Cuaresma es una oportunidad para «volver a ser»
cristianos, a través de un proceso constante de cambio interior y de
avance en el conocimiento y en el amor de Cristo. La conversión no tiene
lugar nunca una vez para siempre, sino que es un proceso, un camino
interior de toda nuestra vida. Ciertamente este itinerario de conversión
evangélica no puede limitarse a un período particular del año: es un
camino de todos los días, que tiene que abarcar toda la existencia, cada
día de nuestra vida.
Desde este punto de vista, para cada cristiano y para todas las
comunidades eclesiales, la Cuaresma es la estación espiritual propicia
para entrenarse con mayor tenacidad en la búsqueda de Dios, abriendo el
corazón a Cristo.
San Agustín dijo en una ocasión que nuestra vida es un ejercicio único
del deseo de acercarnos a Dios, de ser capaces de dejar entrar a Dios en
nuestro ser. «Toda la vida del cristiano fervoroso --dice-- es un santo
deseo». Si esto es así, en Cuaresma se nos invita aún más a arrancar «de
nuestros deseos las raíces de la vanidad» para educar el corazón en el
deseo, es decir, en el amor de Dios. «Dios --dice san Agustín-- es todo
lo que deseamos» (Cf. «Tract. in Iohn.», 4). Y esperamos que realmente
comencemos a desear a Dios, y de este modo desear la verdadera vida, el
amor mismo y la verdad.
Es particularmente oportuna la exhortación de Jesús, referida por el
evangelista Marcos: «Convertíos y creed en la Buena Nueva» (Cf. Marcos
1, 15). El deseo sincero de Dios nos lleva a rechazar el mal y a
realizar el bien. Esta conversión del corazón es ante todo un don
gratuito de Dios, que nos ha creado para sí y en Jesucristo nos ha
redimido: nuestra felicidad consiste en permanecer en Él (Cf. Juan 15,
3). Por este motivo, Él mismo previene con su gracia nuestro deseo y
acompaña nuestros esfuerzos de conversión.
Pero, ¿qué es en realidad convertirse? Convertirse quiere decir buscar a
Dios, caminar con Dios, seguir dócilmente las enseñanzas de su Hijo,
Jesucristo; convertirse no es un esfuerzo para realizarse uno mismo,
porque el ser humano no es el arquitecto del propio destino. Nosotros no
nos hemos hecho a nosotros mismos. Por ello, la autorrealización es una
contradicción y es demasiado poco para nosotros. Tenemos un destino más
alto. Podríamos decir que la conversión consiste precisamente en no
considerarse en «creadores» de sí mismos, descubriendo de este modo la
verdad, porque no somos autores de nosotros mismos.
Conversión consiste en aceptar libremente y con amor que dependemos
totalmente de Dios, nuestro verdadero Creador, que dependemos del amor.
Esto no es dependencia, sino libertad. Convertirse significa, por tanto,
no perseguir el éxito personal, que es algo que pasa, sino, abandonando
toda seguridad humana, seguir con sencillez y confianza al Señor para
que Jesús se convierta para cada uno, como le gustaba decir a la beata
Teresa de Calcuta, en «mi todo en todo». Quien se deja conquistar por él
no tiene miedo de perder la propia vida, porque en la Cruz Él nos amó y
se entregó por nosotros. Y precisamente, al perder por amor nuestra
vida, la volvemos a encontrar.
He querido subrayar el inmenso amor que Dios tiene por nosotros en el
mensaje con motivo de la Cuaresma publicado hace unos días para que los
cristianos de toda comunidad puedan detenerse espiritualmente durante el
tiempo de la Cuaresma, junto a María y Juan, el discípulo predilecto,
ante Aquel que en la Cruz consumó por la humanidad el sacrificio de su
vida (Cf. Juan 19, 25).
Sí, queridos hermanos y hermanas, la Cruz también es para nosotros,
hombres y mujeres de nuestra época que con demasiada frecuencia estamos
distraídos por las preocupaciones y los intereses terrenos y
momentáneos, la revelación definitiva del amor y de la misericordia
divina. Dios es amor y su amor es el secreto de nuestra felicidad. Ahora
bien, para entrar en este misterio de amor no hay otro camino que el de
perdernos, entregarnos, el camino de la Cruz. «Si alguno quiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Marcos 8, 34).
Por este motivo, la liturgia cuaresmal, al invitarnos a reflexionar y
rezar, nos estimula a valorar más la penitencia y el sacrificio para
rechazar el pecado y el mal y vencer el egoísmo y la indiferencia. La
oración, el ayuno y la penitencia, las obras de caridad hacia los
hermanos se convierten de este modo en sendas espirituales que hay que
recorrer para regresar a Dios en respuesta a los repetidos llamamientos
a la conversión que hoy hace la liturgia (Cf. Gálatas 2,12-13; Mateo
6,16-18).
Queridos hermanos y hermanas, que el período cuaresmal, que hoy
emprendemos con el austero y significativo rito de la imposición de las
Cenizas, sea para todos una renovada experiencia del amor misericordioso
de Cristo, quien en la Cruz derramó su sangre por nosotros.
Pongámonos dócilmente a su escucha para aprender a «volver a dar» su
amor al prójimo, especialmente a los que sufren y atraviesan
dificultades. Esta es la misión de todo discípulo de Cristo, pero para
realizarla es necesario permanecer a la escucha de su Palabra y
alimentarse asiduamente de su Cuerpo y de su Sangre. Que el itinerario
cuaresmal, que en la Iglesia antigua es itinerario hacia la iniciación
cristiana, hacia el Bautismo y la Eucaristía, sea para nosotros, los
bautizados, un tiempo «eucarístico» en el que participemos con mayor
fervor en el sacrificio de la Eucaristía.
Que la Virgen María, tras haber compartido la pasión dolorosa de su hijo
divino, experimentó la alegría de la resurrección, nos acompañe en esta
Cuaresma hacia el misterio de la Pascua, revelación suprema del amor de
Dios.
¡Buena Cuaresma a todos!
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. Estas
fueron sus palabras en español:]
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, Miércoles de Ceniza, es un día particular para nosotros cristianos.
Emprendemos el camino Cuaresmal. Cuarenta días caracterizados por un
intenso espíritu de oración y penitencia durante los cuales la liturgia
nos ayudará a revivir el misterio de la salvación. Una ocasión
providencial para convertirnos, para buscar con más tesón a Dios y
volver a Él, abriendo el corazón a Cristo.
Cuán oportuna resuena la exhortación de Jesús, que leemos en el
evangelista san Marcos: "Convertíos y creed en el Evangelio".
Convertirse significa buscar a Cristo, seguir dócilmente sus enseñanzas,
amarlo, con sencillez y confianza.
Para entrar en este misterio de amor no hay otro camino que el de la
Cruz. La Cruz es la revelación definitiva del amor y de la misericordia
divina. La oración, el ayuno, la penitencia y las obras de caridad para
con los hermanos son los caminos espirituales para retornar a Dios.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, especialmente a
las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús, que celebran el Capítulo
General; a los fieles de Albacete, Tenerife y Toledo; a los estudiantes
de Cáceres y San Sebastián, así como a los peregrinos de Argentina,
Chile y México. El período cuaresmal, que hoy comenzamos con el austero
y significativo rito de la imposición de la Ceniza, sea para todos una
experiencia renovada del amor misericordioso de Cristo. Aprendamos de Él
a amar al prójimo, especialmente a cuántos sufren. Que la Virgen María
nos acompañe en esta Cuaresma para prepararnos a revivir el misterio de
la Pascua, revelación suprema del amor de Dios. ¡Buena Cuaresma a todos!