
" Jesucristo, centro de la vida de san Pablo"
Audiencia General del 8 de noviembre de 2006
Fuente:
Zenit
Ver también:
Benedicto XVI
Queridos hermanos:
En la catequesis precedente, hace quince días, traté de trazar las
líneas esenciales de la biografía del apóstol Pablo. Hemos visto cómo el
encuentro con Cristo en la carretera de Damasco revolucionó literalmente
su vida. Cristo se convirtió en su razón de ser y en el motivo profundo
de todo su trabajo apostólico. En sus cartas, después del nombre de
Dios, que aparece más de quinientas veces, el nombre mencionado con más
frecuencia es el de Cristo (380 veces). Por tanto, es importante que nos
demos cuenta de cómo Jesucristo puede influir en la vida de una persona
y, por tanto, también en nuestra misma vida. En realidad, Jesucristo es
el ápice de la historia de la salvación y por tanto el verdadero punto
discriminante en el diálogo con las demás religiones.
Al ver el ejemplo de Pablo, podremos formular así el interrogante de
fondo: ¿cómo tiene lugar el encuentro de un ser humano con Cristo? ¿En
qué consiste la relación que se deriva del mismo? La respuesta que
ofrece Pablo puede ser comprendida en dos momentos.
En primer lugar, Pablo nos ayuda a comprender el valor fundamental e
insustituible de la fe. En la Carta a los Romanos escribe: «Pensamos que
el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley» (3, 28). Y
en la Carta a los Gálatas: «el hombre no se justifica por las obras de
la ley sino sólo por la fe en Jesucristo, por eso nosotros hemos creído
en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo,
y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será
justificado» (2,16). «Ser justificados» significa ser hechos justos, es
decir, ser acogidos por la justicia misericordiosa de Dios, y entrar en
comunión con Él, y por tanto poder establecer una relación mucho más
auténtica con todos nuestros hermanos: y esto en virtud de un perdón
total de nuestros pecados. Pues bien, Pablo dice con toda claridad que
esta condición de vida no depende de nuestras posibles buenas obras,
sino de la pura gracia de Dios: «Somos justificados por el don de su
gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús» (Romanos 3,
24).
Con estas palabras, san Pablo expresa el contenido fundamental de su
conversión, la nueva dirección que tomó su vida como resultado de su
encuentro con Cristo resucitado. Pablo, antes de la conversión, no era
un hombre alejado de Dios ni de su Ley. Por el contrario, era un
observante, con una observancia que rayaba en el fanatismo. Sin embargo,
a la luz del encuentro con Cristo comprendió que con ello sólo se había
buscado hacerse a sí mismo, su propia justicia, y que con toda esa
justicia sólo había vivido para sí mismo. Comprendió que su vida
necesitaba absolutamente una nueva orientación. Y esta nueva orientación
la expresa así: «la vida, que vivo al presente en la carne, la vivo en
la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gálatas
2, 20).
Pablo, por tanto, ya no vive para sí mismo, para su propia justicia.
Vive de Cristo y con Cristo: dándose a sí mismo; ya no se busca ni se
hace a sí mismo. Esta es la nueva justicia, la nueva orientación que nos
ha dado el Señor, que nos da la fe. ¡Ante la cruz de Cristo, expresión
máxima se su entrega, ya no hay nadie que pueda gloriarse de sí, de su
propia justicia! En otra ocasión, Pablo, haciendo eco a Jeremías, aclara
su pensamiento: «El que se gloríe, gloríese en el Señor» (1 Corintios 1,
31; Jeremías 9,22s); o también: «En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme
si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es
para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!» (Gálatas
6,14).
Al reflexionar sobre lo que quiere decir no justificarse por las obras
sino por la fe, hemos llegado al segundo elemento que define la
identidad cristiana descrita por san Pablo en su propia vida. Identidad
cristiana que se compone precisamente de dos elementos: no buscarse a sí
mismo, sino revestirse de Cristo y entregarse con Cristo, y de este modo
participar personalmente en la vida del mismo Cristo hasta sumergirse en
Él y compartir tanto su muerte como su vida.
Pablo lo escribe en la Carta a los Romanos: «Fuimos bautizados en Cristo
Jesús, fuimos bautizados en su muerte… Fuimos con él sepultados… somos
una misma cosa con él… Así también vosotros, consideraos como muertos al
pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Romanos 6, 3.4.5.11).
Precisamente esta última expresión es sintomática: para Pablo, de hecho,
no es suficiente decir que los cristianos son bautizados, creyentes;
para él es igualmente importante decir que ellos «están en Cristo Jesús»
(Cf. también Romanos 8,1.2.39; 12,5; 16,3.7.10; 1 Corintios 1, 2.3,
etcétera).
En otras ocasiones invierte los términos y escribe que «Cristo está en
nosotros/vosotros» (Romanos 8,10; 2 Corintios 13,5) o «en mí» (Gálatas
2,20). Esta compenetración mutua entre Cristo y el cristiano,
característica de la enseñanza de Pablo, completa su reflexión sobre la
fe. La fe, de hecho, si bien nos une íntimamente a Cristo, subraya la
distinción entre nosotros y Él. Pero, según Pablo, la vida del cristiano
tiene también un elemento que podríamos llamar «místico», pues comporta
ensimismarnos en Cristo y Cristo en nosotros. En este sentido, el
apóstol llega a calificar nuestros sufrimientos como los «sufrimientos
de Cristo en nosotros» (2 Corintios 1, 5), de manera que «llevamos
siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de
que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2
Corintios 4,10).
Todo esto tenemos que aplicarlo a nuestra vida cotidiana siguiendo el
ejemplo de Pablo que vivió siempre con este gran horizonte espiritual.
Por una parte, la fe debe mantenernos en una actitud constante de
humildad ante Dios, es más, de adoración y de alabanza en relación con
Él. De hecho, lo que somos como cristianos sólo se lo debemos a Él y a
su gracia. Dado que nada ni nadie puede tomar su lugar, es necesario por
tanto que a nada ni a nadie rindamos el homenaje que le rendimos a Él.
Ningún ídolo tiene que contaminar nuestro universo espiritual, de lo
contrario en vez de gozar de la libertad alcanzada volveremos a caer en
una forma de esclavitud humillante. Por otra parte, nuestra radical
pertenencia a Cristo y el hecho de que «estamos en Él» tiene que
infundirnos una actitud de total confianza y de inmensa alegría.
En definitiva, tenemos que exclamar con san Pablo: «Si Dios está por
nosotros ¿quién contra nosotros?» (Romanos 8, 31). Y la respuesta es que
nada ni nadie «podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús Señor nuestro» (Romanos 8,39). Nuestra vida cristiana, por tanto,
se basa en la roca más estable y segura que puede imaginarse. De ella
sacamos toda nuestra energía, como escribe precisamente el apóstol:
«Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Fi1ipenses 4,13).
Afrontemos por tanto nuestra existencia, con sus alegrías y dolores,
apoyados por estos grandes sentimientos que Pablo nos ofrece. Haciendo
esta experiencia, podemos comprender que es verdad lo que el mismo
apóstol escribe: «yo sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy
convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día»,
es decir, hasta el día definitivo (2 Timoteo 1,12) de nuestro encuentro
con Cristo, juez, salvador del mundo y nuestro.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. Estas
fueron sus palabras en español:]
Queridos hermanos y hermanas:
Después de haberse encontrado con Cristo en el camino de Damasco, Él fue
para Pablo el centro de toda su vida y de su actividad apostólica. El
Apóstol se percató de la importancia insustituible de la fe, es decir,
que nadie puede alcanzar la salvación por los propios medios, sino sólo
por la gracia de Dios que nos llega mediante la redención de Jesucristo.
Éste es nuestro punto de apoyo vital, que no pretende reivindicar nada a
Dios, sino esperar todo de Él. Otro aspecto importante de la fe es que,
para el cristiano, no basta ser creyente o bautizado, sino que comporta
estar "en Cristo Jesús". Se trata de una mutua compenetración con Él,
que lleva a vivir en la propia carne su vida, su muerte y resurrección.
Esta experiencia esencial nos invita a ser humildes ante Dios, a
alabarlo por la gracia insondable que nos ha dado, a la vez que nos
infunde inmensa alegría y confianza, pues, como dice el Apóstol, "todo
lo puedo en aquél que me conforta" (Flp 4, 13).
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las Siervas
de María Ministras de los Enfermos, al grupo de la Fundación Casa Museu,
de Mallorca, España, y a la "Scuola Italiana" de Chile, así como a los
demás participantes de España, México y otros países latinoamericanos.
Muchas gracias por vuestra atención.
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