
"Señor, ¿qué es el
hombre para que te fijes en él?" Salmo 143,
1-8
Audiencia General del 11 de enero de 2006
Fuente:
Zenit
Ver también:
Benedicto XVI
Bendito el Señor, mi
Roca,
que adiestra mis manos para el combate,
mis dedos para la pelea;
Mi bienhechor, mi alcázar,
baluarte donde me pongo a salvo,
mi escudo y refugio,
que me somete los pueblos.
Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él?
¿Qué los hijos de Adán para que pienses en ellos?
El hombre es igual que un soplo;
sus días, una sombra que pasa.
Señor, inclina tu cielo y desciende;
toca los montes, y echarán humo;
fulmina el rayo y dispérsalos;
dispara tus saetas y desbarátalos.
Extiende la mano desde arriba:
defiéndeme, líbrame de las aguas caudalosas,
de la mano de los extranjeros,
cuya boca dice falsedades,
cuya diestra jura en falso.
Dios mío, te cantaré un cántico nuevo,
tocaré para ti el arpa de diez cuerdas:
para ti que das la victoria a los reyes,
y salvas a David, tu siervo.
1.
Nuestro recorrido por el Salterio utilizado por la Liturgia de las
Vísperas se encuentra ahora con un himno regio, el Salmo 143, del que se
ha proclamado la primera parte: la Liturgia, de hecho, propone este
canto dividiéndolo en dos momentos.
La primera parte (Cf. versículos 1 a 8) revela claramente la
característica literaria de esta composición: el salmista recurre a
citas de otros textos de los salmos, articulándolas en un nuevo canto y
oración.
Dado que el salmo pertenece a una época sucesiva, es fácil imaginar que
el rey exaltado ya no tiene los rasgos del soberano davídico, pues la
realeza judía concluyó con el exilio de Babilonia en el siglo VI a.C.,
sino más bien los de la figura luminosa y gloriosa del Mesías, cuya
victoria ya no es un acontecimiento bélico-político, sino una
intervención de liberación contra el mal. Al «mesías», palabra griega
que indica al «consagrado», le sustituye el «Mesías» por excelencia, que
en la literatura cristiana, tiene el rostro de Jesucristo, «hijo de
David, hijo de Abraham» (Mateo 1, 1).
2. El himno comienza con una bendición, es decir, con una exclamación de
alabanza dirigida al Señor, celebrado con una pequeña letanía de títulos
salvíficos: es la roca segura y estable, es la gracia amorosa, es el
alcázar protegido, el refugio de defensa, la liberación, el escudo que
aleja todo asalto del mal (Cf. Salmo 143, 1-2). Aparece también la
imagen marcial del Dios que adiestra en la lucha a su fiel para que sepa
afrontar las hostilidades del ambiente, las potencias oscuras del mundo.
Ante el Señor omnipotente, el orante, a pesar de su dignidad real, se
siente débil y frágil. Emite entonces una profesión de humildad que se
formula, como ya decía, con las palabras de los salmos 8 y 38. Se siente
«igual que un soplo», igual que «una sombra que pasa», inconsistente,
sumergido en el flujo del tiempo que transcurre, marcado por la
limitación que es propia de la criatura (Cf. Salmo 143, 4).
3. Surge entonces la pregunta: ¿por qué se preocupa Dios de esta
criatura tan miserable y caduca? A este interrogante (Cf. versículo 3)
responde la grandiosa aparición divina, la así llamada teofanía que está
acompañada por un cortejo de elementos cósmicos y de acontecimientos
históricos, orientados a celebrar la trascendencia del Rey supremo del
ser, del universo y de historia.
De este modo se hace mención de montes que echan humo con erupciones
volcánicas (Cf. versículo 5), de rayos que parecen saetas lanzadas
contra los malvados (Cf. versículo 6), de «aguas caudalosas» oceánicas,
símbolo del caos del que el rey es salvado por obra de la misma mano
divina (Cf. versículo 7). En el trasfondo, se encuentran los impíos que
dicen «falsedades» y «juran en falso» (Cf. versículos 7-8), una
representación concreta, según el estilo semítico, de la idolatría, de
la perversión moral, del mal que verdaderamente se opone a Dios y a su
fiel.
4. Nosotros, en nuestra meditación, nos detendremos ahora en un primer
momento en la profesión de humildad que emite el salmista y nos
serviremos de las palabras de Orígenes, cuyo comentario a nuestro texto
nos ha llegado a través de la versión latina de san Jerónimo. «El
salmista habla de la fragilidad del cuerpo y de la condición humana»,
pues «en virtud de la condición humana, el hombre no es nada. \"Vanidad
de vanidades y todo vanidad\", dijo el Eclesiastés». Surge, de nuevo, la
pregunta de maravilla y agradecimiento: «\"Señor, ¿qué es el hombre para
que te fijes en él?\"… Para el hombre es una gran felicidad el conocer a
su propio Creador. En esto, nos diferenciamos de las fieras y de los
demás animales, pues sabemos que tenemos un Creador, mientras que ellos
no lo saben». Vale la pena meditar un poco en estas palabras de
Orígenes, que ve la diferencia fundamental entre el hombre y los demás
animales en el hecho de que el hombre es capaz de conocer a Dios, su
Creador, en el hecho de que el hombre es capaz de la verdad, de un
conocimiento que se convierte en relación, en amistad. En nuestro
tiempo, es importante que no nos olvidemos de Dios, junto a los demás
conocimientos que hemos adquirido mientras tanto, ¡y que son tantos! Se
vuelven problemáticos, es más, peligrosos, si falta el conocimiento
fundamental que da sentido y orientación a todo, si falta el
conocimiento de Dios, del Creador.
Volvamos a Orígenes. Dice: «No podrás salvar esta miseria, que es el
hombre, si tú mismo no la tomas sobre ti. \"Señor, inclina tu cielo y
desciende\". Tu oveja abandonada no podrá curarse si no la cargas a
hombros… Estas palabras están dirigidas al Hijo: \"Señor, inclina tu
cielo y baja\"… Has bajado, has inclinado los cielos y has extendido tu
mano desde lo alto, y te has dignado a cargar a hombros la carne del
hombre, y muchos creyeron en ti» (Orígenes-Jerónimo, «74 homilías sobre
el libro de los Salmos» --«74 omelie sul libro dei Salmi»--, Milán 1993,
pp. 512-515). Para nosotros, cristianos, Dios ya no es, como en la
filosofía precedente al cristianismo, una hipótesis, sino una realidad,
pues Dios «ha inclinado el cielo y ha descendido». El cielo es Él mismo,
y ha descendido entre nosotros. Con razón, Orígenes ve en la parábola de
la oveja perdida, que el pastor carga a hombros, la parábola de la
Encarnación de Dios. Sí, en la Encarnación, Él ha descendido y ha
cargado a hombros nuestra carne, nos ha cargado a hombros a nosotros
mismos. De este modo, el conocimiento de Dios se ha hecho realidad, se
ha hecho amistad, comunión. Damos las gracias al Señor, pues «ha
inclinado su cielo y ha descendido», ha cargado a sus espaldas nuestra
carne y nos lleva por los caminos de nuestra vida.
El Salmo, que comienza con el descubrimiento de que somos débiles y
alejados del esplendor divino, al final llega a esta gran sorpresa de la
acción divina: junto a nosotros está Dios-Emanuel, que para el cristiano
tiene el rostro amoroso de Jesucristo, Dios hecho hombre, hecho uno de
nosotros.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En
castellano dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
El salmo proclamado hoy comienza con una exclamación de alabanza
dirigida al Señor mediante una serie de títulos salvíficos: roca segura,
baluarte protegido, refugio que me defiende... Sin embargo, el orante, a
pesar de su dignidad de rey, se siente débil y frágil delante del Señor,
como una sombra que pasa, por lo cual hace una verdadera profesión de
humildad. Y es aquí donde surge la pregunta: ¿Por qué Dios se preocupa e
interesa por una criatura tan pobre y caduca?
Orígenes, en su comentario, contesta a esta pregunta de la siguiente
manera: Señor, «no podrás salvar esta miseria que es el hombre, si tú
mismo no la tomas sobre ti... Has descendido, has abajado los cielos y
has extendido tu mano desde lo alto, y te has dignado asumir la carne
del hombre, y muchos creyeron en ti». De esta manera el salmo, que
empieza reconociendo nuestra debilidad, llega a un final sorprendente:
junto a nosotros está el Emmanuel, que para el cristiano tiene el rostro
amoroso de Jesucristo, Dios hecho hombre.
Saludo cordialmente a los visitantes y peregrinos venidos de España y de
Latinoamérica. Conscientes de la dignidad de ser hijos de Dios, os animo
a vivir vuestra vida cristiana con alegría y fidelidad a vuestros
compromisos bautismales.