"LA IMPORTANCIA DE LA PRESENCIA MATERNA EN LA FAMILIA”
Encuentro con los movimientos católicos para la promoción de
la mujer.
Parroquia San Antonio-Luanda
S.S. Benedicto XVI
Marzo 22, 2009
www.vatican.va
Queridos hermanos y hermanas:
«No les queda vino», dijo María a Jesús, suplicando para que la
boda pudiera continuar en fiesta, como siempre debe ser: «Los
invitados a la boda no pueden ayunar mientras tienen al novio
con ellos» (cf. Mc 2,19). La Madre de Jesús fue después a los
sirvientes recomendándoles: «Haced lo que él os diga» (cf. Jn
2,1-5). Y aquella mediación materna hizo posible el «vino
bueno», premonitor de una nueva alianza entre la omnipotencia
divina y el corazón humano pobre pero bien dispuesto. Por lo
demás, esto es lo que ya había sucedido en el pasado cuando
–como hemos oído en la primera lectura– «todo el pueblo, a una,
respondió: “haremos todo cuanto ha dicho el Señor”» (Ex 19,8).
Que estas mismas palabras broten del corazón de todos los que
estamos aquí reunidos, en esta iglesia de San Antonio, levantada
gracias a la benemérita obra misionera de los Frailes menores
capuchinos, como una nueva Tienda para el Arca de la Alianza,
signo de la presencia de Dios en medio del pueblo en camino.
Sobre ellos y cuantos colaboran y se benefician de la asistencia
religiosa y social que se presta aquí, el Papa imparte una
benévola y alentadora Bendición. Saludo cordialmente a todos los
presentes: Obispos, presbíteros, consagrados y consagradas, y de
modo particular a vosotros, fieles laicos, que asumís
conscientemente los deberes de compromiso y testimonio cristiano
que conlleva el sacramento del bautismo y, para los casados,
también del sacramento de la matrimonio. Y, dado el motivo
principal que nos reúne aquí, dirijo un saludo lleno de afecto y
esperanza a las mujeres, a las que Dios ha confiado la fuente de
la vida: vivís y apostáis por la vida, porque el Dios vivo ha
apostado por vosotras. Saludo con espíritu agradecido a los
responsables y animadores de los Movimientos eclesiales que se
preocupan entre otras cosas por la promoción de la mujer
angoleña. Agradezco a Mons. José de Queirós Alves y a vuestros
representantes las palabras que me han dirigido, expresando los
afanes y esperanzas de tantas heroínas silenciosas, como son las
mujeres en esta querida Nación.
Exhorto a todos a ser realmente conscientes de las condiciones
desfavorables a las que han estado sometidas –y lo siguen
estando– muchas mujeres, examinando en qué medida esto puede ser
causado por la conducta y la actitud de los hombres, a veces por
su falta de sensibilidad o responsabilidad. Los designios de
Dios son diferentes. Hemos escuchado en la lectura que todo el
pueblo contestó al unísono: «Haremos todo cuanto ha dicho el
Señor». Dice la Sagrada Escritura que el Creador divino, al ver
la obra que había realizado, vio que faltaba algo: todo habría
sido bueno si el hombre no hubiera estado solo. ¿Cómo podía el
hombre solo ser imagen y semejanza de Dios, que es uno y trino,
de Dios que es comunión? «No está bien que el hombre esté solo;
voy a hacer alguien como él que le ayude» (cf. Gn 2,18-20). Dios
se puso de nuevo manos a la obra para crear la ayuda que
faltaba, y se la proporcionó de forma privilegiada,
introduciendo el orden del amor, que no veía suficientemente
representado en la creación.
Como sabéis, hermanos y hermanas, este orden del amor pertenece
a la vida íntima de Dios mismo, a la vida trinitaria, siendo el
Espíritu Santo la hipóstasis personal del amor. Ahora bien,
«sobre el designio eterno de Dios –como dijo el recordado Papa
Juan Pablo II–, la mujer es aquella en quien el orden del amor
en el mundo creado de las personas halla un terreno para su
primera raíz»(Carta ap., Mulieris dignitatem, 29). En efecto, al
ver el encanto fascinante que irradia de la mujer a causa de la
íntima gracia que Dios le ha dado, el corazón del hombre se
ilumina y se ve a sí mismo en ella: «Esta sí que es hueso de mis
huesos y carne de mi carne» (Gn 2,23). La mujer es otro «yo» en
la común humanidad. Hay que reconocer, afirmar y defender la
misma dignidad del hombre y la mujer: ambos son personas,
diferentes de cualquier otro ser viviente del mundo que les
rodea.
Los dos están llamados a vivir en profunda comunión, en un
recíproco reconocimiento y entrega de sí mismos, trabajando
juntos por el bien común con las características complementarias
de lo que es masculino y de lo que es femenino. ¿A quién se le
oculta hoy la necesidad de dar más espacio a las «razones» del
corazón? En un mundo como el actual, dominado por la técnica, se
siente la exigencia de esta complementariedad de la mujer, para
que el ser humano pueda vivir sin deshumanizarse del todo. Puede
pensarse en las tierras donde hay más pobreza, en las regiones
devastadas por la guerra, en muchas situaciones trágicas
causadas por las migraciones, forzadas o no... En esos casos,
casi siempre son las mujeres las que mantienen intacta la
dignidad humana, defienden la familia y tutelan los valores
culturales y religiosos.
Queridos hermanos y hermanas, la historia habla casi
exclusivamente de las conquistas de los hombres, cuando, en
realidad, una parte importantísima se debe a la acción
determinante, perseverante y beneficiosa de las mujeres.
Permitidme que, entre muchas mujeres extraordinarias, os hable
de dos: Teresa Gomes y Maria Bonino. Angoleña la primera,
fallecida el año 2004 en la ciudad de Sumbe, después de una vida
conyugal feliz de la que nacieron 7 hijos; su fe cristiana fue
inquebrantable y su celo apostólico admirable, sobre todo en los
años 1975 y 1976, cuando una feroz propaganda ideológica y
política se abatió sobre la parroquia de Nuestra Señora de las
Gracias de Porto Amboim, consiguiendo casi que se cerraran las
puertas de la iglesia. Teresa se convirtió entonces en la líder
de los fieles que no se rindieron ante dicha situación,
animándolos, protegiendo valerosamente las estructuras
parroquiales y buscando cualquier modo posible para tener de
nuevo la santa Misa. Su amor a la Iglesia la hizo incansable en
la obra de la evangelización, bajo la guía de los sacerdotes.
Maria Bonino fue una pediatra italiana, que se ofreció
voluntaria para diversas misiones en esta querida África, y
llegó a ser en los últimos años de su vida responsable del
departamento pediátrico del hospital provincial de Uíje.
Dedicada la cura de miles de niños allí hospitalizados, María
pagó con el mayor sacrificio el servicio prestado durante una
terrible epidemia de fiebre hemorrágica de Marburg, acabando
contagiada ella misma; aunque se la trajo a Luanda, aquí murió y
reposa desde el 24 de marzo de 2005. Pasado mañana se cumple el
cuarto aniversario. La Iglesia y la sociedad humana se han
enriquecido enormemente –y lo siguen siendo– por la presencia y
las virtudes de las mujeres, particularmente por las que se han
consagrado al Señor y, apoyándose en Él, se han puesto al
servicio de los otros.
Queridos angoleños, hoy nadie debería dudar que las mujeres,
sobre la base de su igual dignidad con los hombres, «tienen
pleno derecho a insertarse activamente en todos los ámbitos
públicos y su derecho debe ser afirmado y protegido incluso por
medio de instrumentos legales donde se considere necesario. Sin
embargo, este reconocimiento del papel público de las mujeres no
debe disminuir su función insustituible dentro de la familia:
aquí su aportación al bien y al progreso social, aunque esté
poco considerada, tiene un valor verdaderamente inestimable»
(Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1995, n. 9). Por lo
demás, en el ámbito personal, la mujer siente la propia dignidad
no tanto como el resultado de una afirmación de los derechos en
el plano jurídico, sino más bien como el resultado directo de
las atenciones materiales y espirituales que se reciben en la
familia. La presencia materna dentro de la familia es tan
importante para la estabilidad y el desarrollo de esta célula
fundamental de la sociedad, que debería ser reconocida, alabada
y apoyada de todos los modos posibles. Y, por el mismo motivo,
la sociedad ha de llamar la atención a los maridos y a los
padres sobre sus responsabilidades respecto a su propia familia.
Queridas familias, sin duda os habéis dado cuenta de que ninguna
pareja humana puede por sí sola, únicamente con las propias
fuerzas, ofrecer a los hijos de manera adecuada el amor y el
sentido de la vida. En efecto, para poder decir a alguien: «Tu
vida es buena, aunque no se sepa su futuro», hace falta una
autoridad y una credibilidad mayor de la que pueden dar los
padres por sí solos. Los cristianos saben que esta autoridad
mayor se ha dado a esa familia más grande, que Dios, por su Hijo
Jesucristo y el don del Espíritu Santo, ha creado en la historia
humana, es decir, la Iglesia. Vemos en ello la obra de ese Amor
eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de
nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos su futuro.
Por este motivo, la edificación de toda familia cristiana se
realiza dentro de esa familia más grande que es la Iglesia, la
cual la sostiene y la estrecha en su pecho, garantizando que
sobre ella, ahora y en el futuro, se pose el «sí» del Creador.
«No les queda vino», dice María a Jesús. Queridas mujeres
angoleñas, tenedla como vuestra abogada ante el Señor. Así la
conocemos desde aquellas bodas de Caná: como la mujer bondadosa,
llena de solicitud maternal y de valor, la mujer que se da
cuenta de las necesidades ajenas y, queriendo poner remedio, las
lleva ante el Señor. Junto a Ella, todos, hombres y mujeres,
podemos recobrar esa serenidad e íntima confianza que nos hace
sentirnos bienaventurados en Dios e incansables en la lucha por
la vida. Que la Virgen de Muxima sea la estrella de vuestra
vida; que Ella os guarde unidos en la gran familia de Dios.
Amén.
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es obra de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María
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