CARTA APOSTÓLICA
INDE A PRIMIS*
DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
A LOS VENERABLES HERMANOS PATRIARCAS, PRIMADOS,
ARZOBISPOS, OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS DE LUGAR
EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA SOBRE
EL FOMENTO DEL CULTO
A LA PRECIOSÍSIMA SANGRE
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
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Venerables Hermanos,
salud y Bendición Apostólica.
Muchas veces desde los primeros meses de nuestro ministerio
pontificio —y nuestra palabra, anhelante y sencilla, se ha
anticipado con frecuencia a nuestros sentimientos— ha ocurrido
que invitásemos a los fieles en materia de devoción viva y
diaria a volverse con ardiente fervor hacia la manifestación
divina de la misericordia del Señor en cada una de las almas, en
su Iglesia Santa y en todo el mundo, cuyo Redentor y Salvador es
Jesús, a saber, la devoción a la Preciosísima Sangre.
Esta devoción se nos infundió en el mismo ambiente familiar en
que floreció nuestra infancia y todavía recordamos con viva
emoción que nuestros antepasados solían recitar las Letanías de
la Preciosísima Sangre en el mes de julio.
Fieles a la exhortación saludable del Apóstol: "Mirad por
vosotros y por todo el rebaño, sobre el cual el Espíritu Santo
os ha constituido obispos, para apacentar la Iglesia de Dios,
que El adquirió con su sangre" [1], creemos, venerables
Hermanos, que entre las solicitudes de nuestro ministerio
pastoral universal, después de velar por la sana doctrina, debe
tener un puesto preeminente la concerniente al adecuado
desenvolvimiento e incremento de la piedad religiosa en las
manifestaciones del culto público y privado. Por tanto, nos
parece muy oportuno llamar la atención de nuestros queridos
hijos sobre la conexión indisoluble que debe unir a las
devociones, tan difundidas entre el pueblo cristiano, a saber,
la del Santísimo Nombre de Jesús y su Sacratísimo Corazón, con
la que tiende a honrar la Preciosísima Sangre del Verbo
encarnado "derramada por muchos en remisión de los pecados" [2].
Sí, pues, es de suma importancia que entre el Credo católico y
la acción litúrgica reine una saludable armonía, puesto que lex
credendi legem statuat supplicandi (la ley de la fe es la pauta
de la ley de la oración) [3] y no se permitan en absoluto formas
de culto que no broten de las fuentes purísimas de la verdadera
fe, es justo que también florezca una armonía semejante entre
las diferentes devociones, de tal modo que no haya oposición o
separación entre las que se estiman como fundamentales y más
santificantes, y al mismo tiempo prevalezcan sobre las
devociones personales y secundarias, en el aprecio y práctica,
las que realizan mejor la economía de la salvación universal
efectuada por "el único Mediador entre Dios y los hombres, el
hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de
todos" [4]. Moviéndose en esta atmósfera de fe recta y sana
piedad los creyentes están seguros de sentirse cum Ecclesia
(sentir con la Iglesia), es decir, de vivir en unión de oración
y de caridad con Jesucristo, Fundador y Sumo Sacerdote de
aquella sublime religión que junto con el nombre toma de El toda
su dignidad y valor.
Si echamos ahora ,una rápida ojeada sobre los admirables
progresos que ha logrado la Iglesia Católica en el campo de la
piedad litúrgica, en consonancia saludable con el desarrollo de
la fe en la penetración de las verdades divinas, es consolador,
sin duda, comprobar que en los siglos más cercanos a nosotros no
han faltado por parte de esta Sede Apostólica claras y repetidas
pruebas de asentimiento y estímulo respeto a las tres
mencionadas devociones; que fueron practicadas desde la Edad
Media por muchas almas piadosas y propagadas después por varias
diócesis, órdenes y congregaciones religiosas, pero que
esperaban de la Cátedra de Pedro la confirmación de la ortodoxia
y la aprobación para la Iglesia universal.
Baste recordar que nuestros Predecesores desde el siglo XVI
enriquecieron con gracias espirituales la devoción al Nombre de
Jesús, cuyo infatigable apóstol en el siglo pasado fue, en
Italia, San Bernardino de Sena. En honor de este Santísimo
Nombre se aprobaron de modo especial el Oficio y la Misa y a
continuación las Letanías [5]. No menores fueron los privilegios
concedidos por los Romanos Pontífices al culto del Sacratísimo
Corazón, en cuya admirable propagación tuvieron tanta influencia
las revelaciones del Sagrado Corazón a Santa Margarita María
Alacoque [6]. Y tan alta y unánime ha sido la estima de los
Sumos Pontífices por esta devoción, que se complacieron en
explicar su naturaleza, defender su legitimidad, inculcar la
práctica con muchos actos oficiales a los que han dado remate
tres importantes Encíclicas sobre el misma tema [7].
Asimismo la devoción a la Preciosísima Sangre, cuyo propagador
admirable fue en el siglo pasado; el sacerdote romano San Gaspar
del Búfalo, obtuvo merecido asentimiento de esta Sede
Apostólica. Conviene recordar que por mandato de Benedicto XIV
se compusieron la Misa y el Oficio en honor de la Sangre
adorable del Divino Salvador; y que Pío IX, en cumplimiento de
un voto hecho en Gaeta, extendió la fiesta litúrgica a la
Iglesia universal [8]. Por último Pío XI, de feliz memoria, como
recuerdo del XIX Centenario de la Redención, elevó dicha fiesta
a rito doble de primera clase, con el fin de que, al incrementar
la solemnidad litúrgica, se intensificase también la devoción y
se derramasen más copiosamente sobre los hombres los frutos de
la Sangre redentora.
Por consiguiente, secundando el ejemplo de nuestros
Predecesores, con objeto de incrementar más el culto a la
preciosa Sangre del Cordero inmaculado, Cristo Jesús, hemos
aprobado las Letanías, según texto redactado por la Sagrada
Congregación de Ritos [9], recomendando al mismo tiempo se
reciten en todo el mundo católico ya privada ya públicamente con
la concesión de indulgencias especiales [10].
¡Ojalá que este nuevo acto de la "solicitud por todas las
Iglesias" [11], propia del Supremo Pontificado, en tiempos de
más graves y urgentes necesidades espirituales, cree en las
almas de los fieles la convicción del valor perenne, universal,
eminentemente práctico de las tres devociones recomendadas más
arriba!
Así, pues, al acercarse la fiesta y el mes consagrado al culto
de la Sangre de Cristo, precio de nuestro rescate, prenda de
salvación y de vida eterna, que los fieles la hagan objeto de
sus más devotas meditaciones y más frecuentes comuniones
sacramentales. Que reflexionen, iluminados por las saludables
enseñanzas que dimanan de los Libros Sagrados y de la doctrina
de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia en el valor
sobreabundante, infinito, de esta Sangre verdaderamente
preciosísima, cuius una stilla salvum facere totum mundum quit
ab omni scelere (de la cual una sola gota puede salvar al mundo
de todo pecado) [12], como canta la Iglesia con el Doctor
Angélico y como sabiamente lo confirmó nuestro Predecesor
Clemente VI [13]. Porque, si es infinito el valor de la Sangre
del Hombre Dios e infinita la caridad que le impulsó a
derramarla desde el octavo día de su nacimiento y después con
mayor abundancia en la agonía del huerto [14], en la flagelación
y coronación de espinas, en la subida al Calvario y en la
Crucifixión y, finalmente, en la extensa herida del costado,
como símbolo de esa misma divina Sangre, que fluye por todos los
Sacramentos de la Iglesia, es no sólo conveniente sino muy justo
que se le tribute homenaje de adoración y de amorosa gratitud
por parte de los que han sido regenerados con sus ondas
saludables.
Y al culto de latría, que se debe al Cáliz de la Sangre del
Nuevo Testamento, especialmente en el momento de la elevación en
el sacrificio de la Misa, es muy conveniente y saludable suceda
la Comunión con aquella misma Sangre indisolublemente unida al
Cuerpo de Nuestro Salvador en el Sacramento de la Eucaristía.
Entonces los fieles en unión con el celebrante podrán con toda
verdad repetir mentalmente las palabras que él pronuncia en el
momento de la Comunión: Calicem salutaris accipiam et nomem
Domini invocabo... Sanguis Domini Nostri Iesu Christi custodiat
animam meam in vitam aeternam. Amen. Tomaré el cáliz de
salvación e invocaré el nombre del Señor... Que la Sangre de
Nuestro Señor Jesucristo guarde mi alma para la vida eterna. Así
sea. De tal manera que los fieles que se acerquen a él
dignamente percibirán con más abundancia los frutos de
redención, resurrección y vida eterna, que la sangre derramada
por Cristo "por inspiración del Espíritu Santo" [15] mereció
para el mundo entero. Y alimentados con el Cuerpo y la Sangre de
Cristo, hechos partícipes de su divina virtud que ha suscitado
legiones de mártires, harán frente a las luchas cotidianas, a
los sacrificios, hasta el martirio, si es necesario, en defensa
de la virtud y del reino de Dios, sintiendo en sí mismos aquel
ardor de caridad que hacía exclamar a San Juan Crisóstomo:
"Retirémonos de esa Mesa como leones que despiden llamas,
terribles para el demonio, considerando quién es nuestra Cabeza
y qué amor ha tenido con nosotros... Esta Sangre, dignamente
recibida, ahuyenta los demonios, nos atrae a los ángeles y al
mismo Señor de los ángeles... Esta Sangre derramada purifica el
mundo... Es el precio del universo, con ella Cristo redime a la
Iglesia... Semejante pensamiento tiene que frenar nuestras
pasiones. Pues ¿hasta cuándo permaneceremos inertes? ¿Hasta
cuándo dejaríamos de pensar en nuestra salvación? Consideremos
los beneficios que el Señor se ha dignado concedernos, seamos
agradecidos, glorifiquémosle no sólo con la fe, sino también con
las obras" [16].
¡Ah! Si los cristianos reflexionasen con más frecuencia en la
advertencia paternal del primer Papa: "Vivid con temor todo el
tiempo de vuestra peregrinación, considerando que habéis sido
rescatados de vuestro vano vivir no con plata y oro,
corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como
cordero sin defecto ni mancha!" [17]. Si prestasen más atento
oído a la exhortación del Apóstol de las gentes: "Habéis sido
comprados a gran precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro
cuerpo" [18].
¡Cuánto más dignas, más edificantes serían sus costumbres;
cuánto más saludable sería para el mundo la presencia de la
Iglesia de Cristo! Y si todos los hombres secundasen las
invitaciones de la gracia de Dios, que quiere que todos se
salven [19], pues ha querido que todos sean redimidos con la
Sangre de su Unigénito y llama a todos a ser miembros de un
único Cuerpo místico, cuya Cabeza es Cristo, ¡cuánto más
fraternales serían las relaciones entre los individuos, los
pueblos y las naciones; cuánto más pacífica, más digna de Dios y
de la naturaleza humana, creada a imagen y semejanza del
Altísimo [20], sería la convivencia social!
Debemos considerar esta sublime vocación a la que San Pablo
invitaba a los fieles procedentes del pueblo escogido, tentados
de pensar con nostalgia en un pasado que sólo fue una pálida
figura y el preludio de la Nueva Alianza: "Vosotros os habéis
acercado al monte de Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la
Jerusalén celestial y a las miríadas de ángeles, a la asamblea,
a la congregación de los primogénitos, que están escritos en los
cielos, y a Dios, Juez de todos, y a los espíritus de los justos
perfectos, y al Mediador de la nueva Alianza, Jesús, y a la
aspersión de la sangre, que habla mejor que la de Abel" [21].
Confiando plenamente, venerables Hermanos, en que estas
paternales exhortaciones nuestras, que daréis a conocer de la
manera que creáis más oportuna al Clero y a los fieles confiados
a vosotros, no sólo serán puestas en práctica de buen grado,
sino también con ferviente celo, como auspicio de las gracias
celestiales y prenda de nuestra especial benevolencia, con
efusión de corazón impartimos la Bendición Apostólica a cada uno
de vosotros y toda vuestra grey, y de modo especial a todos los
que respondan generosa y plenamente a nuestra invitación.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el treinta de junio de 1959,
vigilia de la fiesta de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor
Jesucristo, segundo año de nuestro Pontificado.
IOANNES PP.XXIII.
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* AAS 52 (1960) 545-550.
Notas
[1] Act. 20, 28.
[2] Math. 26,28.
[3] Enc. Mediator Dei, AAS. XXXIX, 1947, pág. 54.
[4] 1 Tim. 2,5-6.
[5] AAS. XVIII, 1886, pág. 504.
[6] Off. festi SS. Cordis Iesu, II Noct, leet. V.
[7] Enc. Annum Sacrum, Acta Leonis, 1899, vol. XIX, págs. .71 y
ss.; Enc. Miserentissimus Redemptor, AAS. 1928, vol. 20, págs.
165 y ss.; Enc. Haurietis aquas, AAS. 1956, vol. 48, págs. 309 y
ss.
[8] Decret. Redempti sumus, 10 de agosto de 1849; cf. Arch. de
la S. Congregación de Ritos Decret. ann. 1848-1849, fol. 209.
[9] AAS. 1960, vol. LII, págs. 412-413.
[10] Decret. S. Poenit. Apost., 3 de agosto de 1960; AAS. 1960,
vol. LII, pág. 420
[11] 1 Cor. II, 28.
[12]) Himno Adoro te, devote.
[13] Bula Unigenitus Dei Filius, 25 de enero de 1343; Denz. R.
550.
[14] Luc. 22,43. )
[15] Hebr. 9,14.
[16] In Ioannem, Homil. XLVI; Migne, P. G., LIX, 260-261.
[17] 1 Petr. I, 17-19.
[18] 1 Cor. 6,20.
[19] 1 Tim. 2,4.
[20] Gen. 1,26.
[21] Hebr. 12,22-24.
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