HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA
IV Jornada de la vida consagrada
Miércoles 2 de febrero de 2000

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. "Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba en él. (...) Había también una profetisa, Ana" (Lc 2, 25. 36).

Estas dos personas, Simeón y Ana, acompañan la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén. El evangelista subraya que cada uno de ellos, a su modo, se anticipa al acontecimiento. En ambos se manifiesta la espera de la venida del Mesías. Ambos expresan de algún modo el misterio del templo de Jerusalén. Por eso, ambos se hallan presentes en el templo, de una forma que se podría definir providencial, cuando María y José llevan a Jesús, cuarenta días después de su nacimiento, para presentarlo al Señor.

Simeón y Ana representan la espera de todo Israel. Se les concede la gracia de encontrarse con Aquel a quien los profetas habían anunciado desde hacía siglos. Los dos ancianos, iluminados por el Espíritu Santo, reconocen al Mesías esperado en el niño que María y José, para cumplir lo que prescribía la ley del Señor, llevaron al templo.

Las palabras de Simeón tienen un acento profético: el anciano mira al pasado y anuncia el futuro. Dice: "Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel" (Lc 2, 29-32). Simeón expresa el cumplimiento de la espera, que constituía la razón de su vida. Lo mismo sucede con la profetisa Ana, que se llena de gozo a la vista del Niño y habla de él "a todos los que esperaban la redención de Jerusalén" (Lc 2, 38).

2. Cada año con ocasión de esta fiesta litúrgica se reúnen junto a la tumba de san Pedro numerosas personas consagradas. Hoy constituyen una multitud, porque se hallan congregadas personas consagradas procedentes de todo el mundo. Amadísimos hermanos y hermanas, celebráis hoy vuestro jubileo, el jubileo de la vida consagrada. Os acojo con el abrazo evangélico de la paz.

Saludo a los superiores y superioras de las diversas congregaciones e institutos, y os saludo a todos vosotros, amados hermanos y hermanas, que habéis querido vivir la experiencia jubilar cruzando el umbral de la Puerta santa de la patriarcal basílica vaticana. En vosotros mi pensamiento se dirige a todos vuestros hermanos y hermanas esparcidos por el mundo: también a ellos los saludo con afecto.

Reunidos junto a la tumba del Príncipe de los Apóstoles durante este Año jubilar, queréis expresar con particular relieve el vínculo profundo que une la vida consagrada al Sucesor de Pedro. Estáis aquí para depositar sobre el altar del Señor las esperanzas y los problemas de vuestros respectivos institutos. Con el espíritu del jubileo, dais gracias a Dios por el bien realizado y, al mismo tiempo, pedís perdón por las posibles faltas que han marcado la vida de vuestras familias religiosas. Os preguntáis, al inicio de un nuevo milenio, cuáles son las formas más eficaces de contribuir, respetando el carisma originario, a la nueva evangelización, llegando a las numerosas personas que aún desconocen a Cristo. Desde esta perspectiva, se eleva ferviente vuestra invocación al Dueño de la mies, para que suscite en el corazón de muchos jóvenes, chicos y chicas, el deseo de entregarse totalmente a la causa de Cristo y del Evangelio.

Me uno con gusto a vuestra oración. He peregrinado por todo el mundo; por eso, he podido darme cuenta del valor de vuestra presencia profética para todo el pueblo cristiano. Los hombres y las mujeres de esta generación tienen gran necesidad de encontrarse con el Señor y de acoger su liberador mensaje de salvación. Y, de buen grado, quiero rendir homenaje, también en esta circunstancia, al ejemplo de entrega evangélica generosa de innumerables hermanos y hermanas vuestros, que a menudo trabajan en situaciones muy difíciles. Se entregan sin reservas, en nombre de Cristo, al servicio de los pobres, de los marginados y de los últimos.

No pocos de ellos han pagado, incluso en estos últimos años, con el testimonio supremo de la sangre su opción de fidelidad a Cristo y al hombre, sin ceder a componendas. Brindémosles el tributo de nuestra admiración y de nuestra gratitud.

3. La presentación de Jesús en el templo ilumina de forma particular vuestra opción, queridos hermanos y hermanas. ¿No vivís también vosotros el misterio de la espera de la venida de Cristo, manifestada y casi personificada por Simeón y Ana? Vuestros votos, ¿no expresan, con especial intensidad, esa espera del encuentro con el Mesías que los dos ancianos israelitas llevaban en su corazón? Ellos, figuras del Antiguo Testamento situadas en el umbral del Nuevo, manifiestan una actitud interior que no ha prescrito. Vosotros la habéis hecho vuestra, al estar proyectados hacia la espera de la vuelta del Esposo.

El testimonio escatológico pertenece a la esencia de vuestra vocación. Los votos de pobreza, obediencia y castidad por el reino de Dios constituyen un mensaje que comunicáis al mundo sobre el destino definitivo del hombre. Es un mensaje valioso: "Quien espera vigilante el cumplimiento de las promesas de Cristo es capaz de infundir también esperanza entre sus hermanos y hermanas, con frecuencia desconfiados y pesimistas respecto al futuro" (Vita consecrata, 27).

4. "El Espíritu Santo estaba en él" (Lc 2, 25). Lo que dice el evangelista de Simeón se puede aplicar perfectamente también a vosotros, a quienes el Espíritu lleva hacia una experiencia especial de Cristo. Con la fuerza renovadora de su amor, quiere transformaros en testigos eficaces de conversión, penitencia y vida nueva.

Tener el corazón, los afectos, los intereses y los sentimientos polarizados en Jesús constituye el aspecto más grande del don que el Espíritu realiza en vosotros. Os conforma a él, casto, pobre y obediente. Y los consejos evangélicos, lejos de ser una renuncia que empobrece, representan una opción que libera a la persona para que desarrolle con más plenitud todas sus potencialidades.

El evangelista dice de la profetisa Ana que "no se apartaba nunca del templo" (Lc 2, 37). La primera vocación de quien opta por seguir a Jesús con corazón indiviso consiste en "estar con él" (Mc 3, 14), vivir en comunión con él, escuchando su palabra en la alabanza constante de Dios (cf. Lc 2, 38). En este momento, pienso en la oración, especialmente la litúrgica, que se eleva desde tantos monasterios y comunidades de vida consagrada esparcidos por toda la tierra. Queridos hermanos y hermanas, haced que resuene en la Iglesia vuestra alabanza con humildad y constancia; así, el canto de vuestra vida tendrá un eco profundo en el corazón del mundo.

5. La gozosa experiencia del encuentro con Jesús, el júbilo y la alabanza que brotan del corazón no pueden quedar escondidos. El servicio que prestan al Evangelio los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, con la variedad de formas que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia, nace siempre de una experiencia de amor y de un encuentro vivo con Cristo. Nace de compartir su esfuerzo y su incesante ofrenda al Padre.

Vosotros, los consagrados y consagradas, invitados a dejarlo todo por seguir a Cristo, renunciáis a definir vuestra existencia a partir de la familia, la profesión o los intereses terrenos, y elegís al Señor como único criterio de identificación. Así adquirís una nueva identidad familiar. Para vosotros valen de modo particular las palabras del Maestro divino: "Este es mi hermano, mi hermana y mi madre" (cf. Mc 3, 35). Como sabéis bien, la invitación a la renuncia no es para quedaros "sin familia", sino para convertiros en los primeros y cualificados miembros de la "nueva familia", testimonio y profecía para todos los que Dios quiere llamar e introducir en su casa.

6. Amados hermanos y hermanas, en todo momento de vuestra vida os acompañe, como ejemplo y apoyo, la Virgen María. Simeón le reveló el misterio de su Hijo y de la espada que "traspasaría su alma" (cf. Lc 2, 35). A ella le encomiendo hoy a todos los presentes aquí y a todas las personas de vida consagrada que celebran su jubileo:

Virgen María, Madre de Cristo
y de la Iglesia,
dirige tu mirada
a los hombres y mujeres
que tu Hijo ha llamado
a seguirlo
en la total consagración
a su amor:
que se dejen guiar siempre
por el Espíritu;
que sean incansables
en su entrega
y en su servicio al Señor,
para que sean testigos fieles
de la alegría
que brota del Evangelio
y heraldos de la Verdad
que guía al hombre
a los manantiales
de la Vida inmortal.
 

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