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Santos y  Teología del Corazón -  San Francisco Solano






Fiesta: 18 de abril

Nació en Montilla (Diócesis de Córdoba) en marzo de 1549. Francisco fue el hijo de Mateo Sánchez Solano y Ana Jiménez. Tuvo dos hermanos Diego e Inés. Creció en un hogar cristiano y comenzó su educación con los frailes de la Compañía de Jesús, los jesuitas de su ciudad, entrando luego en la Orden de San Francisco a los 20 años. Cursó Filosofía y Teología en el convento de Loreto de Sevilla, ordenándose sacerdote en 1576. Solicitó sin éxito ser destinado como misionero al norte de África.

La muerte de su padre le hizo volver temporalmente a Montilla para visitar a su madre, que padecía ceguera. Sin embargo, su estancia se prolongó más de lo previsto debido a una epidemia. En Montilla realizó varias curaciones inexplicables. Era «no hermoso de rostro, moreno y enjuto», como nos lo describe uno de sus contemporáneos. En Montilla se atrajo las miradas de todos por el espíritu con que hablaba y la santidad que emanaba de todo su ser.

En 1581, Francisco Solano fue destinado como vicario y maestro de novicios al convento cordobés de la Arruzafa, donde solía visitar a los enfermos y recomendaba a los más jóvenes que tuvieran paciencia en los trabajos y adversidades. Desarrolló, al igual que Francisco de Asís, el fundador de su Orden, una relación especial con los animales. Pues bien, cuentan que había una serpiente de gran tamaño que atacaba a ganados y pastores y hacía estragos en toda la región, y a la cual Solano reprendió y ordenó ir al convento, donde fue convenientemente alimentada. Dicen que después de comer la serpiente se marchó y no volvió a causar daño en la comarca.

En 1589, el rey Felipe II pidió a los franciscanos que enviaran misioneros a Sudamérica. Finalmente, y para alegría suya, Francisco fue el elegido para la misión de extender la religión en estas tierras. Después de un accidentado viaje al Perú, con naufragio y peligro de perecer en el trayecto, como su destino era Tucumán (Argentina) emprende este larguísimo viaje en compañía de ocho franciscanos más. Había que atravesar los Andes por el valle de Jauja, Ayacucho y llegar hasta Cusco; cruzar la meseta del Collao, la actual Bolivia por Potosí y entrar en los confines del norte argentino; de nuevo bajar hasta Salta y finalmente hasta las llanuras del Tucumán. Aquí permanece hasta mediados de 1595, como misionero. Recorrió los territorios de Tucumán hasta las pampas y el Chaco Paraguayo y Uruguay. Tenía y se sirvió del don de lenguas y llegó a adquirir las de los nativos a los que fue a predicar.

Fray Francisco llegaba a las tribus más guerreras e indómitas y aunque al principio lo recibían al son de batalla, después de predicarles por unos minutos con un crucifijo en la mano, conseguía que todos empezaran a escucharle con un corazón dócil y que se hicieran bautizar por centenares y miles. El Padre Solano tenía una hermosa voz y sabía tocar muy bien el violín y la guitarra. En los sitios que visitaba divertía muy alegremente a sus oyentes con sus alegres canciones.

Francisco Solano misionó por más de 14 años por el Chaco Paraguayo, por Uruguay, el Río de la Plata, Santa Fe y Córdoba de Argentina, siempre a pie, convirtiendo innumerables indígenas y también muchísimos colonos españoles.

Un día en el pueblo llamado San Miguel, estaban en un toreo, y el toro feroz se salió del corral y empezó a cornear sin compasión por las calles. Llamaron al santo y éste se le enfrentó calmadamente al terrible animal. La gente vio con admiración que el bravísimo toro se acercaba a Fray Francisco y le lamía las manos y se dejaba llevar por él otra vez al corral, conducido por el cordón de su hábito.[

El Virreinato y los superiores de la Orden residían en Lima (Perú) a donde llamaron a Fray Francisco en 1595. Llegado a Lima, fue nombrado Guardián del Convento de la Recolección. Como siempre, se resistió todo lo que pudo antes de aceptar cualquier cargo de responsabilidad, exagerando de manera deliberada su propia incapacidad para gobernar, pero finalmente tuvo que acatar la autoridad de sus superiores.

Su obsesión por la pobreza era tal que en su celda, tan sólo tenía un camastro, una colcha, una cruz, una silla y mesa, un candil y la Biblia junto con algunos otros libros. Era el primero en todo y jamás ordenó una cosa que no hiciera él antes.

Sus consejos eran prudentes, y cuando tenía que reprender a alguno de los demás frailes, lo hacía con gran celo y caridad. Sus excesivas penitencias y su espíritu de oración no le impedían ser alegre con los demás. Solano era también el santo de la alegría.

Solano pasaría en Lima los últimos años de su vida. A pesar de su precario estado de salud, continuaba haciendo grandes penitencias y pasaba noches enteras en oración. También iba a menudo a visitar a los enfermos o salía a las calles a predicar con su pequeño rabel y una cruz en las manos. Así conseguía juntar a un gran número de personas y las congregaba en la plaza mayor, donde se dirigía a la muchedumbre en alta voz. Predicaba en todas partes: en los talleres artesanales, en los garitos, en las calles, en los monasterios e incluso en los corrales de teatro. Especial significado tuvo su oposición a ciertos espectáculos teatrales en los que a su juicio se ofendía a Dios.

En octubre de 1605, Solano pasó a la enfermería del convento. Postrado y gravemente enfermo del estómago, apenas si podía salir a predicar y a visitar a los enfermos. Procuraba asistir a la comida en el refectorio junto con los demás frailes, pero comía muy poco, tan sólo unas hierbas cocidas. Además, seguía excediéndose en sus penitencias y no miraba por su delicada salud. En octubre de 1609, hubo un terremoto en la ciudad de Lima. Solano salió a predicar, aunque apenas si podía tenerse en pie.

Durante su última enfermedad, Solano era poco más que un esqueleto viviente. Finalmente murió el 14 de julio de 1610, día de San Buenaventura. Ese mismo día y a la misma hora se produjo un extraño toque de campanas en el convento de Loreto, en Sevilla, donde estudió Filosofía y Teología.
 


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