Estoy contento de
acogeros y de dirigir a cada uno de vosotros mi cordial
bienvenida. En particular os saludo a vosotros, los fieles
de Carpineto Romano, llegados aquí con vuestro pastor
monseñor Lorenzo Loppa, para
devolverme la visita, breve
pero intensa, que tuve la alegría de realizar en vuestra
tierra, el pasado mes de septiembre, con ocasión del
bicentenario del nacimiento del papa León XIII. Queridos
amigos, deseo renovaros a todos mi vivo agradecimiento por
la calurosa acogida que me reservasteis en aquella
circunstancia. Pienso en la disponibilidad de las
Autoridades civiles, especialmente del alcalde y del
Concejo, como también en el diligente empeño de vuestro
obispo, del párroco y de sus colaboradores, especialmente en
la preparación de la Celebración eucarística, tan bien
cuidada y participada. El recuerdo de aquel evento, lleno de
significado eclesial y espiritual, reavive en cada uno el
deseo de profundizar cada vez más la vida de fe, en el surco
de las enseñanzas de vuestro ilustre conciudadano el papa
León XIII, cuya valiente acción pastoral suscitó una
renovación providencial del compromiso de los católicos en
la sociedad.
Queridos amigos, no os canséis de confiaros a Cristo y de
anunciarlo con vuestra vida, en la familia y en cada
ambiente. Esto es lo que los hombres, también hoy, esperan
de la Iglesia. Con estos sentimientos os imparto de corazón
a todos mi bendición, que de buen grado extiendo a vuestras
familias y a todos vuestros seres queridos.
[En checo dijo]
Os saludo cordialmente a vosotros los peregrinos procedentes
de la República Checa, llegados aquí en gran número para
devolverme la visita que tuve la alegría de realizar en
vuestro país el año pasado. Queridos amigos, ¡sed
bienvenidos! Conservo un querido y grato recuerdo de aquel
agradable viaje mío a vuestra hermosa tierra. Pienso en
particular en la deferente cortesía de las distinguidas
autoridades; en la calurosa acogida que recibí de los
venerados Hermanos en el Episcopado, de los sacerdotes, de
las personas consagradas y de todos los fieles, que
quisieron expresarme con entusiasmo su fe, en torno al
sucesor de Pedro. Me impresionó también la atenta
consideración que me reservaron también cuantos, aun estando
alejados de la Iglesia, están con todo en búsqueda de
valores humanos espirituales auténticos, de los que la misma
comunidad católica quiere ser testigo gozoso. Rezo para que
el Señor haga fructificar las gracias de aquel viaje, y
auguro que el pueblo cristiano de la República Checa
prosiga, con renovado empuje, dando por todas partes un
valiente testimonio evangélico. A todos os imparto de
corazón una especial Bendición Apostólica, extensible a
vuestras familias y a toda vuestra patria.
[Posteriormente, en el Aula Pablo VI]
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy quisiera recordar con vosotros el Viaje Apostólico a
Santiago de Compostela y Barcelona, que tuve la alegría de
realizar el sábado y el domingo pasados. Me dirigí allí para
confirmar en la fe a mis hermanos (cfr Lc 22,32); lo hice
como testigo de Cristo resucitado, como sembrador de la
esperanza que no desilusiona y no engaña, porque tiene su
origen en el amor infinito de Dios por todos los hombres.
La primera etapa fue Santiago. Desde la ceremonia de
bienvenida, pude experimentar el afecto que las gentes de
España nutren hacia el Sucesor de Pedro. Fui acogido
verdaderamente con gran entusiasmo y calor. En este Año
Santo Compostelano, he querido hacerme peregrino junto con
cuantos, numerosísimos, se han dirigido a ese célebre
Santuario. Pude visitar la "Casa del Apóstol Santiago el
Mayor", el cual sigue repitiendo, a quien llega allí
necesitado de gracia, que en Cristo, Dios vino al mundo para
reconciliarlo consigo, no imputando a los hombres sus
culpas.
Queridos hermanos y hermanas,
también esta mañana quisiera presentaros a una figura
femenina, poco conocida, a la que la Iglesia sin embargo
debe un gran reconocimiento, no sólo por su santidad de
vida, sino también porque, con su gran fervor, ha
contribuido a la institución de una de las solemnidades
litúrgicas más importantes del año, la del Corpus Domini.
[En español más conocida como “Corpus Christi”, n.d.t.]
Se trata de santa Juliana de Cornillón, conocida también
como santa Juliana de Lieja. Poseemos algunos datos sobre su
vida sobre todo a través de una biografía, escrita
probablemente por un eclesiástico contemporáneo suyo, en el
que se recogen varios testimonios de personas que conocieron
directamente a la Santa.
Juliana nació entre 1191 o 1192 en las cercanías de Lieja,
en Bélgica. Es importante subrayar este lugar, porque en
aquel tiempo la diócesis de Lieja era, por así decirlo, un
verdadero “cenáculo eucarístico”. Antes de Juliana, insignes
teólogos habían ilustrado allí el valor supremo del
Sacramento de la Eucaristía y, siempre en Lieja, había
grupos femeninos generosamente dedicados al culto
eucarístico y a la comunión ferviente. Guiados por
sacerdotes ejemplares, estas vivían juntas, dedicándose a la
oración y a las obras caritativas.
Huérfana a los 5 años de edad, Juliana, junto con su hermana
Inés, fue confiada al cuidado de las monjas agustinas del
convento-leprosería de Mont-Cornillon. Fue educada sobre
todo por una monja, de nombre Sabiduría, que siguió su
maduración espiritual, hasta cuando la propia Juliana
recibió el hábito religioso y se convirtió también ella en
monja agustina. Adquirió una notable cultura, hasta el punto
de que leía las obras de los Padres de la Iglesia en lengua
latina, en particular a san Agustín y san Bernardo. Además
de una vivaz inteligencia, Juliana mostraba, desde el
principio, una propensión particular por la contemplación;
tenía un sentido profundo de la presencia de Cristo, que
experimentaba viviendo de modo particularmente intenso el
Sacramento de la Eucaristía y deteniéndose a menudo a
meditar sobre las palabras de Jesús: “He aquí que yo estoy
con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt
28,20).
A los dieciséis años tuvo una primera visión, que después se
repitió muchas veces en sus adoraciones eucarísticas. La
visión presentaba la luna en su pleno esplendor, con una
franja oscura que la atravesaba diametralmente. El Señor le
hizo comprender el significado de lo que se le había
aparecido. La luna simbolizaba la vida de la Iglesia en la
tierra, la línea opaca representaba en cambio la ausencia de
una fiesta litúrgica, para cuya institución se pedía a
Juliana que trabajase de modo eficaz: es decir, una fiesta
en la que los creyentes habrían podido adorar la Eucaristía
para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes
y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento.
Durante unos veinte años Juliana, que mientras tanto se
había convertido en la priora del convento, conservó en
secreto esta revelación, que había llenado de alegría su
corazón. Después se confió con otras dos fervientes
adoradoras de la Eucaristía, la beata Eva, que llevaba una
vida eremítica, e Isabel, que la había seguido al monasterio
de Mont-Cornillon. Las tres mujeres establecieron una
especie de “alianza espiritual”, con el propósito de
glorificar al Santísimo Sacramento. Quisieron implicar
también a un sacerdote muy estimado, Juan de Lausana,
canónigo de la iglesia de San Martín de Lieja, pidiéndole
que interpelara a teólogos y eclesiásticos sobre lo que
ellas llevaban en el corazón. Las respuestas fueron
positivas y alentadoras.
Lo que le sucedió a Juliana de Cornillón se repite
frecuentemente en la vida de los Santos: para tener la
confirmación de que una inspiración viene de Dios, es
necesario siempre sumirse en la oración, saber esperar con
paciencia, buscar la amistad y el acercamiento con otras
almas buenas, y someter todo al juicio de los Pastores de la
Iglesia. Fue precisamente el Obispo de Lieja, Roberto de
Thourotte, quien, después de las dudas iniciales, acogió la
propuesta de Juliana y de sus compañeras, e instituyó, por
primera vez, la solemnidad del Corpus Domini en su diócesis.
Más tarde, otros obispos le imitaron, estableciendo la misma
fiesta en los territorios confiados a sus cuidados
pastorales.
A los Santos, con todo, el Señor les pide a menudo superar
pruebas, para que su fe se incremente. Sucedió también a
Juliana, que tuvo que sufrir la dura oposición de algunos
miembros del clero y del mismo superior del que dependía su
monasterio. Entonces, por voluntad propia, Juliana dejó el
convento de Mont-Cornillon con algunas compañeras, y durante
diez año, entre 1248 y 1258, fue huésped de varios
monasterios de monjas cistercienses. Edificaba a todos con
su humildad, no tenía nunca palabras de crítica o de
reproche para sus adversarios, sino que seguía difundiendo
con celo el culto eucarístico. Falleció en 1258 en Fosses-La-Ville,
en Bélgica. En la celda donde yacía se expuso el Santísimo
Sacramento y, según las palabras de su biógrafo, Juliana
murió contemplando con un último arrebato de amor a Jesús
Eucaristía, a quien había siempre amado, honrado y adorado.
A la buena causa de la fiesta del Corpus Domini fue
conquistado también Giacomo Pantaléon de Troyes, que había
conocido a la Santa durante su ministerio de archidiácono en
Lieja. Fue precisamente él quien, llegado a ser Papa con el
nombre de Urbano IV, en 1264, quiso instituir la solemnidad
del Corpus Domini como fiesta de precepto para la Iglesia
universal, el jueves sucesivo a Pentecostés. En la Bula de
institución, titulada Transiturus de hoc mundo (11 de agosto
de 1264) el Papa Urbano reevoca con discreción también las
experiencias místicas de Juliana, avalando su autenticidad,
y escribe: “Aunque la Eucaristía cada día sea solemnemente
celebrada, consideramos justo que, al menos una vez al año,
se haga de ella más honrada y solemne memoria. Las demás
cosas, de hecho, de las que hacemos memoria, las aferramos
con el espíritu y con la mente, pero no obtenemos por ello
su presencia real. En cambio, en esta conmemoración
sacramental de Cristo, aunque bajo otra forma, Jesucristo
está presente con nosotros en su propia sustancia. Mientras
estaba de hecho a punto de ascender al cielo, dijo: 'He aquí
que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo' (Mt 28,20)”.
En Pontífice mismo quiso dar ejemplo, celebrando la
solemnidad del Corpus Domini en Orvieto, ciudad en la que
entonces vivía. Precisamente por orden suya en la catedral
de la ciudad se conservaba – y se conserva aún ahora – el
célebre corporal con las huellas del milagro eucarístico
sucedido el año anterior, en 1263, en Bolsena. Un sacerdote,
mientras consagraba el pan y el vino, había sido preso de
fuertes dudas sobre la presencia real del Cuerpo y de la
Sangre de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía.
Milagrosamente, algunas gotas de sangre comenzaron a brotar
de la Hostia consagrada, confirmando de esa forma lo que
nuestra fe profesa. Urbano IV pidió a uno de los más grandes
teólogos de la historia, santo Tomás de Aquino – que en
aquel tiempo acompañaba al Papa y se encontraba en Orvieto
–, que compusiera los textos del oficio litúrgico de esta
gran fiesta. Estos, aún hoy en uso en la Iglesia, son obras
maestras, en las que se funden teología y poesía. Son textos
que hacen vibrar las cuerdas del corazón para expresar
alabanza y gratitud al Santísimo Sacramento, mientras la
inteligencia, adentrándose con estupor en el misterio,
reconoce en la Eucaristía la presencia viva y verdadera de
Jesús, de su Sacrificio de amor que nos reconcilia con el
Padre, y nos da la salvación.
Aunque tras la muerte de Urbano IV la celebración de la
fiesta del Corpus Domini se limitó a algunas regiones de
Francia, de Alemania, de Hungría y de Italia septentrional,
fue después un Pontífice, Juan XXII, quien en 1317 la
restauró para toda la Iglesia. Desde entonces en adelante,
la fiesta conoció un desarrollo maravilloso, y aún es muy
sentida por el pueblo cristiano.
Quisiera afirmar con alegría que hoy en la Iglesia hay una
“primavera eucarística”: ¡cuántas personas se detienen
silenciosas ante el Tabernáculo, para entretenerse en
coloquio de amor con Jesús! Es consolador saber que no pocos
grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de rezar en
adoración ante la Santísima Eucaristía.
Rezo para que esta “primavera” eucarística se difunda cada
vez más en todas las parroquias, en particular en Bélgica,
la patria de santa Juliana. El Venerable Juan Pablo II, en
la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, constataba que “En
muchos lugares [...] la adoración del Santísimo Sacramento
tiene cotidianamente una importancia destacada y se
convierte en fuente inagotable de santidad. La participación
devota de los fieles en la procesión eucarística en la
solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia de
Dios, que cada año llena de gozo a quienes toman parte en
ella. Y se podrían mencionar otros signos positivos de fe y
amor eucarístico”, dice el Papa (n. 10).
Recordando a santa Juliana de Cornillon renovemos también
nosotros la fe en la presencia real de Cristo en la
Eucaristía. Como nos enseña el Compendio del Catecismo de la
Iglesia Católica, “Jesucristo está presente en la Eucaristía
de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de
modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su
Sangre, con su Alma y su Divinidad. Cristo, todo entero,
Dios y hombre” (Compendio del Catecismo de la Iglesia
Católica, 282).
Queridísimos amigos, la fidelidad al encuentro con el Cristo
Eucarístico en la Santa Misa dominical es esencial para el
camino de fe, pero intentemos también ir frecuentemente a
visitar al Señor presente en el Tabernáculo! Mirando en
adoración la Hostia consagrada, encontramos el don del amor
de Dios, encontramos la Pasión y la Cruz de Jesús, como
también su Resurrección. Precisamente a través de nuestra
mirada en adoración, el Señor nos atrae hacia sí, dentro de
su misterio, para transformarnos como transforma el pan y el
vino (cfr BENEDICTO XVI, Homilía en la Solemnidad del Corpus
Domini, 15 de junio de 2006). Los Santos siempre han
encontrado fuerza, consuelo u alegría en el encuentro
eucarístico. Con las palabras del Himno eucarístico Adoro te
devote repitamos ante el Señor, presente en el Santísimo
Sacramento: “¡Hazme crecer cada vez más en Ti, que en Ti yo
tenga esperanza, que yo Te ame!”. Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los miembros de la Federación Mundial de las
Obras Eucarísticas de la Iglesia, a los misioneros del Verbo
Divino, así como a los demás grupos provenientes de España,
El Salvador, Venezuela y otros países latinoamericanos.
Siguiendo el ejemplo y enseñanza de Santa Juliana de
Cornillón, os invito a ser fieles al encuentro con Cristo en
la Misa dominical y a la adoración del Santísimo Sacramento,
para experimentar el don de su amor. Muchas gracias.
[Al final hizo este llamamiento]
En estos días la comunidad internacional sigue con gran
preocupación la difícil situación de los cristianos en
Paquistán, que a menudo son víctimas d violencias o de
discriminación. De modo particular hoy expreso mi cercanía
espiritual a la señora Asia Bibi y a sus familiares,
pidiendo que, lo antes posible, le sea restituida la plena
libertad. Además rezo por cuantos se encuentran en
situaciones análogas, para que su dignidad humana y sus
derechos fundamentales sean plenamente respetados.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]