Audiencia General
"La fundación de la
orden de Cluny"
S.S. Benedicto XVI
Noviembre 11, 2009
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Queridos hermanos y hermanas,
esta mañana quisiera hablaros de un movimiento monástico que
tuvo gran importancia en los siglos de la Edad Media, y que ya
había nombrado en otras catequesis. Se trata de la orden de
Cluny, que al principio del siglo XII, momento de su máxima
expansión, contaba con casi 1.200 monasterios: ¡una cifra
verdaderamente impresionante! En Cluny, precisamente hace 1.100
años, en el 910, se fundó un monasterio puesto bajo la guía del
abad Bernón, después de la donación de Guillermo el Piadoso,
Duque de Aquitania. En ese momento el monaquismo occidental, que
floreció algunos años antes con san Benito, había decaído mucho
por diversas causas: las inestables condiciones políticas y
sociales debidas a las continuas invasiones y devastaciones de
pueblos no integrados en el tejido europeo, la pobreza difundida
y sobre todo la dependencia de las abadías de los señores
locales, que controlaban todo lo que pertenecía a los
territorios de su competencia. En este contexto, Cluny
representó el alma de una profunda renovación de la vida
monástica, para reconducirla a su inspiración original.
En Cluny se restauró la observancia de la Regla de san Benito
con algunas adaptaciones ya introducido por otros reformadores.
Sobre todo se quiso garantizar el lugar fundamental que debe
ocupar la Liturgia en la vida cristiana. Los monjes cluniacenses
se dedicaban con amor y gran cuidado la celebración de las Horas
litúrgicas, al canto de los Salmos, a procesiones tan devotas
como solemnes, y sobre todo, en la celebración de la Santa Misa.
Promovieron la música sacra; quisieron que la arquitectura y el
arte contribuyeran a la belleza y a la solemnidad de los ritos;
enriquecieron el calendario litúrgico de celebraciones
especiales, como, por ejemplo, al principio de noviembre, la
Conmemoración de los fieles difuntos, que también nosotros hemos
celebrado hace poco; incrementaron el culto de la Virgen María.
Se reservó mucha importancia a la liturgia, porque los monjes de
Cluny estaban convencidos de que esta era participación en la
liturgia del Cielo. Y los monjes se sentían responsables de
interceder ante el altar de Dios por los vivos y los difuntos,
dado que muchísimos fieles les pedían con insistencia que se les
recordara en la oración. Por lo demás, precisamente por este
motivo había querido Guillermo el Piadoso el nacimiento de la
Abadía de Cluny. En el antiguo documento, que atestigua su
fundación, leemos: “Establezco con este don que en Cluny sea
construido un monasterio de regulares en honor de los santos
apóstoles Pedro y Pablo, y que en él se recojan monjes que viven
según la Regla de san Benito (…) que allí se frecuente un
venerable refugio de oración con votos y súplicas, y se busque y
se implore con todo deseo e íntimo ardor la vida celeste, y se
dirijan al Señor asiduamente oraciones, invocaciones y
súplicas”. Para custodiar y alimentar este clima de oración, la
regla cluniancense acentuó la importancia del silencio, a cuya
disciplina los monjes se sometían de buen grado, convencidos de
que la pureza de las virtudes, a las que aspiraban, requería un
íntimo y constante recogimiento. No sorprende que bien pronto,
una fama de santidad envolviera el monasterio de Cluny, y que
muchas otras comunidades monásticas decidieran seguir sus
costumbres. Muchos principios y Papas pidieron a los abades de
Cluny que difundieran su reforma, de modo que en poco tiempo se
extendió una tupida red de monasterios ligados a Cluny o con
verdaderos y propios vínculos jurídicos, o con una especie de
afiliación carismática. Se iba así dibujando una Europa del
espíritu en las varias regiones de Francia, Italia, España,
Alemania, Hungría.
El éxito de Cluny fue asegurado ante todo por la elevada
espiritualidad que allí se cultivaba, pero también por algunas
otras condiciones que favorecieron su desarrollo. A diferencia
de cuanto había sucedido hasta entonces, el monasterio de Cluny
y las comunidades dependientes de él fueron reconocidas exentas
de la jurisdicción de los obispos locales y sometidas
directamente a la del Romano Pontífice. Esto comportaba un
vínculo especial con la sede de Pedro, y gracias precisamente a
la protección y al ánimo de los Pontífices, los ideales de
pureza y de fidelidad, que la reforma cluniacense pretendía
perseguir, pudieron difundirse rápidamente. Además, los abades
eran elegidos sin injerencia alguna por parte de las autoridades
civiles, a diferencia de lo que sucedía en otros lugares.
Personas verdaderamente dignas se sucedieron en la guía de Cluny
y de las numerosas comunidades monásticas dependientes: el abad
Otón de Cluny, de quien hablé en una catequesis hace dos meses,
y otras grandes personalidades, como Aimar, Mayolo, Odilón y
sobre todo Hugo el Grande, que llevaron a cabo su servicio
durante largos periodos, asegurando estabilidad a la reforma
emprendida y a su difusión. Además de Otón, son venerados como
santos Mayolo, Odilón y Hugo.
La reforma cluniacense tuvo efectos positivos no sólo en la
purificación y en el despertar de la vida monástica, y también
en la vida de la Iglesia universal. De hecho, la aspiración a la
perfección evangélica, representó un estímulo a combatir dos
graves males que afligían a la Iglesia de aquella época: la
simonía, es decir, la adquisición de cargos pastorales previo
pago, y la inmoralidad del clero secular. Los abades de Cluny
con su autoridad espiritual, los monjes cluniacenses que se
convirtieron en obispos, alguno de ellos incluso Papas, fueron
protagonistas de esta imponente acción de renovación espiritual.
Y los frutos no faltaron: el celibato de los sacerdotes volvió a
ser estimado y vivido, y en la asunción de los oficios
eclesiásticos se introdujeron procedimientos más transparentes.
Fueron también significativos los beneficios aportados a la
sociedad por los monasterios inspirados en la reforma
cluniacense. En una época en la que sólo las instituciones
eclesiásticas proveían a los indigentes se practicó con empeño
la caridad. En todas las casas, el limosnero se dedicaba a
hospedar a los viandantes y a los peregrinos necesitados, los
sacerdotes y los religiosos de viaje, y sobre todo a los pobres
que venían a pedir alimento y techo por algún día. No menso
importantes fueron otras dos instituciones, típicas de la
civilización medieval, promovidas por Cluny: las llamadas
“treguas de Dios” y la “paz de Dios”. En una época fuertemente
marcada por la violencia y por el espíritu de venganza, con las
“treguas de Dios” se aseguraban largos periodos de no
beligerancia, con ocasión de determinadas fiestas religiosas y
de algunos periodos de la semana. Con la “paz de Dios” se pedía,
bajo pena de una censura canónica, el respeto de las personas
inermes y de los lugares sagrados.
En la conciencia de los pueblos de Europa se incrementaba así
ese proceso de larga gestación, que habría llevado a reconocer,
de modo cada vez más claro, dos elementos fundamentales para la
construcción de la sociedad, es decir, el valor de la persona
humana y el bien primario de la paz. Además, como sucedía para
las demás fundaciones monásticas, los monasterios cluniacenses
disponían de amplias propiedades que, puestas diligentemente a
fructificar, contribuyeron al desarrollo de la economía. Junto
al trabajo manual, no faltaron tampoco algunas típicas
actividades culturales del monaquismo medieval, como las
escuelas para niños, la puesta en marcha de bibliotecas, los
scriptoria para la transcripción de los libros.
De este modo, hace mil años, cuando estaba en pleno desarrollo
el proceso de formación de la identidad europea, la experiencia
cluniacense, difundida en vastas regiones del continente
europeo, ha aportado su contribución importante y preciosa.
Reclamó la primacía de los bienes del espíritu; tuvo elevada la
tensión hacia los bienes de Dios; inspiró y favoreció
iniciativas e instituciones para la promoción de los valores
humanos; educó a un espíritu de paz. Queridos hermanos, oremos
para que todos aquellos que están preocupados por un auténtico
humanismo y el futuro de Europa, sepan descubrir, apreciar y
defender el rico patrimonio cultural y religioso de estos
siglos.
[Al final de la audiencia, Benedicto XVI saludó a los peregrinos
en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Esta mañana quisiera hablaros de la Orden de Cluny, un
movimiento monástico de gran importancia en la Edad Media, que
restauró la observancia de la Regla benedictina. Puso la
celebración litúrgica en el centro de la vida cristiana,
ensalzándola con la música sacra, la arquitectura y el arte,
convencidos de que es participación en la liturgia celestial.
Enriqueció también el calendario litúrgico, añadiendo, por
ejemplo, la conmemoración de los fieles difuntos, que hemos
celebrado hace unos días. Cluny, fundado precisamente hace mil
cien años, adquirió muy pronto fama de santidad, y dio origen a
casi mil doscientos monasterios en diversos países de Europa. Su
portentosa difusión fue debida también a su dependencia directa
del Romano Pontífice, que liberaba a los monasterios de las
injerencias de las autoridades locales. Así pudieron oponerse
eficazmente a la simonía en la concesión de los oficios
eclesiásticos, y a fomentar mayor estima por el celibato y la
moralidad de los sacerdotes. Además, los monjes de Cluny se
ocupaban de los necesitados, de la educación y la cultura,
cuando no había instituciones para ello, y a crear espacios de
paz, en una época de mucha violencia. Todo esto abrió las
puertas al reconocimiento del valor de la persona humana y a la
necesidad de la paz.
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los
venidos de España, El Salvador, Argentina y otros países
latinoamericanos. Que sepamos apreciar y cultivar los bienes del
espíritu y el verdadero humanismo de los monjes de Cluny.
Muchas gracias por vuestra atención.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
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