Audiencia General
"Hugo y Ricardo de San
Víctor, intérpretes de la Escritura"
S.S. Benedicto XVI
Noviembre 25, 2009
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Queridos hermanos y hermanas,
en estas Audiencias del miércoles estoy presentando algunas
figuras ejemplares de creyentes que se han empeñado en mostrar
la concordia entre la religión y la fe y a te
stimoniar
con su vida el anuncio del Evangelio. Hoy quiero hablaros de
Hugo y Ricardo de San Víctor. Ambos están entre esos notables
filósofos y teólogos conocidos con el nombre de Victorinos,
porque vivieron en la abadía de San Víctor, en París, fundada a
principios del siglo XII por Guillermo de Champeaux.El mismo
Guillermo fue un maestro renombrado, que consiguió dar a su
abadía una sólida identidad cultural. En San Víctor, de hecho,
se inauguró una escuela para la formación de los monjes, abierta
también a estudiantes externos, donde se realizó una síntesis
feliz entre las dos formas de hacer teología, del que ya he
hablado en catequesis anteriores: es decir, la teología
monástica, orientada mayormente a la contemplación de los
misterios de la fe en la Escritura, y de la teología
escolástica, que utilizaba la razón para intentar escrutar estos
misterios con métodos innovadores, de crear un sistema
teológico.
De la vida de Hugo de San Víctor tenemos pocas noticias. Son
inciertas la fecha y el lugar de su nacimiento: quizás en
Sajonia o en Flandes. Se sabe que llegado a París – la capital
europea de la cultura de la época –, transcurrió el resto de sus
años en la abadía de San Víctor, donde fue primero discípulo y
después maestro. Ya antes de su muerte, sucedida en 1141,
alcanzó una gran notoriedad y estima, hasta el punto de ser
llamado un “segundo san Agustín”: como Agustín, de hecho, meditó
mucho sobre la relación entre fe y razón, entre ciencias
profanas y teología. Según Hugo de San Víctor, todas las
ciencias, además de ser útiles para la comprensión de las
Escrituras, tienen un valor en sí mismas y deben ser cultivadas
para engrandecer el saber del hombre, como también para
corresponder a su anhelo de conocer la verdad. Esta sana
curiosidad intelectual le indujo a recomendar a los estudiantes
que no ahogaran nunca el deseo de aprender y en su tratado de
metodología del saber y de pedagogía, titulado
significativamente Didascalicon (sobre la enseñanza),
recomendaba: “Aprende gustoso de todos lo que no sabes. Será el
más sabio de todos quien haya querido aprender algo de todos.
Quien recibe algo de todos, acaba por convertirse en el más rico
de todos” (Eruditiones Didascalicae, 3,14: PL 176,774).
La ciencia de la que se ocupan los filósofos y los teólogos de
los Victorinos es de forma particular la teología, que requiere
ante todo el estudio amoroso de la Sagrada Escritura. Para
conocer a Dios, de hecho, no se puede sino partir de lo que Dios
mismo ha querido revelar de sí mismo a través de las Escrituras.
En este sentido, Hugo de San Víctor es un típico representante
de la teología monástica, totalmente fundada sobre la exégesis
bíblica. Para interpretar la Escritura, propone la tradicional
articulación patrístico-medieval, es decir el sentido
histórico-literal, ante todo, después el alegórico y analógico,
y finalmente el moral. Se trata de cuatro dimensiones del
sentido de la Escritura, que también hoy se redescubren de
nuevo, porque se ve que en el texto y en la narración ofrecida
se esconde una indicación más profunda: el hilo de la fe, que
nos conduce hacia lo alto y nos guía sobre esta tierra,
enseñándonos cómo vivir. Con todo, aun respetando estas cuatro
dimensiones del sentido de la Escritura, de modo original
respecto a sus contemporáneos, insiste – y esto es algo nuevo –
en la importancia del sentido histórico-literal. En otras
palabras, antes de descubrir el valor simbólico, las dimensiones
más profundas del texto bíblico, es necesario conocer y
profundizar el significado de la historia narrada en la
Escritura: de lo contrario – advierte con un ejemplo eficaz – se
corre el riesgo de ser como los estudiosos de gramática que
ignoran el alfabeto. A quien conoce el sentido de la historia
descrita en la Biblia, las circunstancias humanas parecen
marcadas por la Providencia divina, según un designio bien
ordenado. Así, para Hugo de San Víctor, la historia no es el
resultado de un destino ciego o de un caso absurdo, como podría
parecer. Al contrario, en la historia humana opera el Espíritu
Santo, que suscita un maravilloso diálogo de los hombres con
Dios, su amigo. Esta visión teológica de la historia pone en
evidencia la intervención sorprendente y salvífica de Dios, que
realmente entra y actúa en la historia, casi se hace parte de
nuestra historia, pero siempre salvaguardando y respetando la
libertad y la responsabilidad del hombre.
Para nuestro autor, el estudio de la Sagrada Escritura y de su
significado histórico-literal hace posible la teología verdadera
y auténtica, es decir, la ilustración sistemática de las
verdades, conocer su estructura, la ilustración de los dogmas de
la fe, que representa en sólida síntesis en el tratado De
Sacramentis christianae fidei (Los sacramentos de la fe
cristiana), donde se encuentra, entre otro, una definición de
"sacramento" que, posteriormente perfeccionada por otros
teólogos, contiene rasgos aún hoy muy interesantes. “El
sacramento”, escribe, “es un elemento corpóreo o material
propuesto de forma extraña y sensible, que representa con su
parecido una gracia invisible y espiritual, la significa, porque
con este fin ha sido instituido, y la contiene, porque es capaz
de santificar” (9,2: PL 176,317). Por una parte la visibilidad
en el símbolo, la “corporeidad” del don de Dios, en el que con
todo, por otra parte, se esconde la gracia divina que proviene
de una historia: Jesucristo mismo ha creado los símbolos
fundamentales. Tres son por tanto los elementos que concurren en
la definición de un sacramento, según Hugo de San Víctor: la
institución por parte de Cristo, la comunicación de la gracia, y
la analogía entre el elemento visible, el material y el elemento
invisible, que son los dones divinos. Se trata de una visión muy
cercana a la sensibilidad contemporánea, porque los sacramentos
son presentados con un lenguaje entretejido de símbolos y de
imágenes capaces de hablar inmediatamente al corazón de los
hombres. Es importante también hoy que los animadores
litúrgicos, y en particular los sacerdotes, valoren con
sabiduría pastoral los signos propios de los ritos sacramentales
– esta visibilidad y tangibilidad de la Gracia – cuidando
atentamente su catequesis, para que cada celebración de los
sacramentos sea vivida por todos los fieles con devoción,
intensidad y alegría espiritual.
Un digno discípulo de Hugo de San Víctor es Ricardo, procedente
de Escocia. Fue prior de la abadía de san Víctor entre 1162 y
1173, año de su muerte. También Ricardo, naturalmente, asigna un
papel fundamental al estudio de la Bibia, pero a diferencia de
su maestro, privilegia el sentido alegórico, el significado
simbólico de la Escritura con el que, por ejemplo, interpreta la
figura veterotestamentaria de Benjamín, hijo de Jacob, como
símbolo de la contemplación y cumbre de la vida espiritual.
Ricardo trata este argumento en dos textos, Benjamín menor y
Benjamín mayor, en los que propone a los fieles un camino
espiritual que invita ante todo a ejercitar las diversas
virtudes, aprendiendo a disciplinar y a ordenar con la razón los
sentimientos y los movimientos interiores afectivos y emotivos.
Solo cuando el hombre ha alcanzado el equilibrio y la madurez
humana en este campo, está preparado para acceder a la
contemplación, que Ricardo define como “una mirada profunda y
pura del alma dirigido a las maravillas de la sabiduría,
asociada a un sentido extático de asombro y de admiración”
(Benjamin Maior 1,4: PL 196,67).
La contemplación es por tanto el punto de llegada, el resultado
de un arduo camino, que comporta el diálogo entre la fe y la
razón, es decir – una vez más – un discurso teológico. La
teología parte de las verdades que son objeto de la fe, pero
intenta profundizar su conocimiento con el uso de la razón,
apropiándose del don de la fe. Esta aplicación del razonamiento
a la comprensión de la fe se practica de modo convincente en la
obra maestra de Ricardo, uno de los grandes libros de la
historia, el De Trinitate (La Trinidad). En los seis libros que
lo componen reflexiona con agudeza sobre el Misterio de Dios uno
y trino. Según nuestro autor, dado que Dios es amor, la única
sustancia divina comporta comunicación, oblación y dilección
entre dos Personas, el Padre y el Hijo, que se encuentran entre
sí con un intercambio eterno de amor. Pero la perfección de la
felicidad y de la bondad no admite exclusivismos y cerrazones;
al contrario, reclama la eterna presencia de una tercera
Persona, el Espíritu Santo. El amor trinitario es participativo,
concorde, y comporta sobreabundancia de delicia, goce de alegría
incesante. Es decir, Ricardo supone que Dios es amor, analiza la
esencia del amor, qué es lo que está implicado en la realidad
del amor, llegando así a la Trinidad de las Personas, que es
realmente la expresión lógica del hecho que Dios es amor.
Ricardo con todo es consciente de que el amor, si bien nos
revela la esencia de Dios, nos hace “comprender” el Misterio de
la Trinidad, es sin embargo sólo una analogía para hablar de un
Misterio que supera a la mente humana, y – poeta y místico como
es – recurre también a otras imágenes. Compara por ejemplo la
divinidad a un río, a una ola amorosa que brota del Padre, fluye
y vuelve a fluir en el Hijo, para ser después felizmente
difundida en el Espíritu Santo.
Queridos amigos, autores como Hugo y Ricardo de San Víctor
elevan nuestra alma a la contemplación de las realidades
divinas. Al mismo tiempo, la inmensa alegría que nos procuran el
pensamiento, la admiración y la alabanza de la Santísima
Trinidad, funda y sostiene el compromiso concreto de inspirarnos
en ese modelo perfecto de comunión y de amor para construir
nuestras relaciones humanas de cada día. ¡La Trinidad es
verdaderamente comunión perfecta! ¡Cómo cambiaría el mundo si en
las familias, en las parroquias y en toda otra comunidad las
relaciones se vivieran siguiendo siempre el ejemplo de las tres
Personas divinas, en donde cada una vive no solo con la otra,
sino para la otra y en la otra! Lo recordaba hace algún mes en
el Ángelus: “Sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en
relación, y vivimos para amar y para ser amados”(L’Oss. Rom.,
8-9 junio 2009, p. 1). Es el amor el que realiza este incesante
milagro: como en la vida de la Santísima Trinidad, la pluralidad
se recompone de unidad, donde todo es complacencia y alegría.
Con san Agustín, tenido en gran honor por los Victorinos,
podemos exclamar también nosotros: "Vides Trinitatem, si
caritatem vides - contempla la Trinidad, si ves la caridad" (De
Trinitate VIII, 8,12).
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en
varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
En estas últimas audiencias estoy presentando algunas figuras
ejemplares, que han mostrado la íntima unión que existe entre fe
y razón. Hoy me detengo en la vida de dos monjes, que ejercieron
su magisterio en la Abadía de San Víctor, en París, que desde el
siglo doce contaba con una importante escuela de teología
monástica y teología escolástica.
En este contexto, nos encontramos con Hugo de San Víctor, del
que sabemos muy poco sobre sus orígenes. En la citada abadía,
primero fue alumno y luego maestro, alcanzando una notable fama,
hasta el punto de ser llamado un "segundo San Agustín", por su
dedicación a las ciencias profanas y la teología. Inculcaba a
sus discípulos un constante deseo por conocer toda verdad. Entre
sus alumnos destaca el escocés Ricardo de San Víctor, que
ejerció durante años como Prior de la mencionada Comunidad. En
sus enseñanzas invitaba a los fieles a un continuo ejercicio de
las virtudes para alcanzar una estable madurez humana, y poder
acceder así a la contemplación y a la admiración de las
maravillas de la sabiduría.
Queridos amigos, autores como Hugo y Ricardo de San Víctor nos
mueven a la contemplación de las realidades celestes y a la
admiración de la Santísima Trinidad como modelo perfecto de
comunión. ¡Cuánto cambiaría el mundo si en las familias, en las
parroquias y en cualquier comunidad, las relaciones tuvieran
como modelo las tres Personas divinas, que no sólo viven con las
otras, sino para las otras y en las otras!
Saludo a los fieles de lengua española, en particular a los
peregrinos provenientes de España, Costa Rica y otros países de
Latinoamérica. A todos os invito a profundizar en la
contemplación divina para crecer en la caridad y en la comunión
fraterna. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
© Libreria Editrice Vaticana]
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